Hace unos años Norman Foster afirmó que «el arte es una nueva religión y los museos, sus catedrales». Parece que, según las últimas noticias, en València, una vez más nuestra «sede apostólica» está vacante y entramos en el tedioso, alambicado y nunca exento de polémica, proceso de búsqueda de pastor.

Los directores de museo «insignia» como es nuestro IVAM, como los grandes chefs de restaurantes con tres estrellas Michelin, viven en constante tensión sobre la cuerda floja. Cualquier error que en cualquier otra profesión se podría perdonar con indulgencia o quizá incluso ocultar bajo el amparo colegial o corporativo, en esta «liga» de los museos de primer nivel, se magnifica, alimenta los mentideros y chanzas de la profesión, e inquieta de inmediato a los medios y a la clase política.

Parece que la misión de director de estos museos, tomara cuerpo en el museo en sí, confundiéndose museo y director.

En el IVAM ha habido de todo, directores de «manual», buenos gestores para su época que construyeron colección e institución con las miras puestas en dejar un legado a lo largo del tiempo, otros en cambio, cometieron el pecado de la megalomanía y confundieron sus intereses personales con los de la entidad, y algunos, no supieron adaptarlo al devenir de los nuevos tiempos por conservadurismo o resistencia al cambio. Pero, todos al final de su mandato, y lo digo por experiencia propia, han entregado tanto de sí mismos a la misión que se resisten a pensar que su hijo ya adolescente, va a hacer vida propia y que incluso va a matarlos simbólicamente como padres.

Desde fuera, con la licencia que me permite mi experiencia e independencia, hace tiempo que observo varios fenómenos que me preocupan en el IVAM y en muchos otros museos, el primero es el del envejecimiento generacional de sus visitantes, veo que las inauguraciones y las actividades no han atraído nuevos públicos. Siempre he pensado que un museo sin jóvenes y niños pierde vitalidad y se desconecta de su presente. El segundo es el autismo, es pertinente defender la idea de que los discursos de los museos no son sólo para los profesionales, es más diría sin temor a equivocarme que no son para los profesionales sino para la sociedad a la que sirven y con la que se identifican. Finalmente, interpreto que el formato de museo que ha cristalizado, y que caracteriza la personalidad museológica actual de muchos de ellos, no ha interiorizado en lo más mínimo, la exploración tecnológica, un instrumento que crea nuevas complicidades, personaliza la experiencia y atrae nuevas propuestas.

Hace unos meses el ICOM, el Comité Internacional de los Museos, su máximo organismo internacional, se propuso la tarea de debatir una nueva definición prescriptiva y descriptiva de lo que es y por tanto de lo que no es un museo, con ese gesto reconoció implícitamente una crisis. El museo tal y como lo hemos conocido, «no habla el idioma del siglo XXI», afirma Jette Sandahl, presidenta del nuevo comité permanente del ICOM.

En la nueva definición propuesta resuenan ideas inéditas como las siguientes: que son espacios democratizadores de diálogo crítico con el pasado y con el futuro, que su gestión es transparente y participativa y que su fin es ampliar la comprensión del mundo. Es bastante más de lo que hasta ahora se presumía que eran sus funciones tradicionales de: custodia, interpretación o valorización de las colecciones y legados.

Lo que demanda la sociedad al IVAM del siglo XXI, y por extensión al museo, es que debe ser más un laboratorio para aprendizajes que un mausoleo, que debe planearse como una fábrica que produce pensamiento, que revisita el pasado pero que se proyecta hacia el futuro, que debe funcionar como un nodo de conexión dentro de la red neuronal de las instituciones que hacen cultura global, que debe gestionarse como un proyecto de un equipo colectivo más que ser obra de un gurú, y que se quiera o no, debe aspirar a complacer a los públicos adeptos y encontrarse con aquellos que jamás lo han pisado porque piensan que no tiene nada que ofrecerles.

Además es conveniente para situarnos en el inmediato presente, pensar que el museo, la biblioteca o el teatro, son el trípode sobre el que se asienta nuestro sistema de producción cultural. Una cultura que habla una lengua digital y que día a día se va entrelazando con la producción económica, bajo el paraguas de la economía naranja, en las sociedades de la cuarta revolución industrial.

Diseñar el museo del presente no se augura tarea fácil, pero es obvio que la reconexión con grandes partes de la sociedad es urgente, que revalorizar su función desde el punto de vista productivo y contributivo a la economía de las ciudades es primordial, y que debe reivindicarse como un eje tecnocreativo dentro del ecosistema de la innovación, por extraño que les parezca a todavía a algunos.