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Las playas figuran en uno de los primeros puestos de mi lista de odios. En particular las que están repletas de gente de diversas edades tirándose todo tipo de cosas más o menos redondas y, durante los descansos reglamentarios, poniendo música a todo volumen. Pero incluso en las playas más o menos vírgenes es obvio que la arena abunda y, por más que te intentes limpiar los pies y te duches al llegar a casa, una parte de los granos acabará dentro de la cama. Ya es difícil dormir en verano como para que le des más emoción a la vigilia con la arena rasposa.

Semejante prolegómeno sirve de advertencia a lo que sigue: me alegro de corazón de que las medidas encaminadas a evitar las aglomeraciones lleguen hasta las playas, marcando límites al aforo permitido y organizando métodos para la reserva de las plazas, por más que yo no piense utilizarlos jamás. Los diarios hablan de sistemas propuestos para el control de multitudes en conciertos y demás espectáculos de masas, que consiste en una compartimentación del espacio de cada playa instalando bandas y gallardetes para que se definan los espacios permitiendo reservar las plazas disponibles ya sea con antelación, a través de una página web, o in situ el mismo día en que alguien decida ir a bañarse. Como el sistema es del todo aplicable a las piscinas, se cubren todas las posibilidades.

Como es lógico, ninguna medida de control del aforo servirá para nada salvo que se monte un sistema de vigilancia eficaz. De eso saben mucho los que, desde hace tiempo, llevan a cabo una reserva del espacio de las playas por el método indirecto de limitar el número de coches que pueden acceder a ellas. Y es preciso disponer de guardias que vigilen el que nadie intente colarse allí donde ya no cabe. Lo mismo va a suceder con los métodos propuestos: o incluyen los vigilantes y los auxiliares necesarios para controlar el uso de las parcelas acotadas o de muy poco va a servir ninguna compartimentación, por muy señalada que figure. Con el agravante de lo que puede pasar una vez que los bañistas se acerquen a la orilla o se metan en el agua. Por más que se sostenga que los ciudadanos de países como Holanda, el Reino Unidos o Alemania son todo un modelo de civismo, me temo que el alboroto de las playas no entiende de nacionalidades.

Pero si la fórmula funciona mejor que en el caso de las aglomeraciones de las terrazas abiertas al público en la fase 1 de la desescalada, igual es cosa de convertir en permanente el uso civilizado de las playas. La búsqueda hasta ahora utópica de un turismo de más calidad puede que cuente, por fin, con un ensayo.

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