Cayetano se llamaba a un alpargatero de mi vecindad que extremaba el cuidado de las lonas de sus clientas y clientes en la ciudad en la que yo nací. Lo llamaban también don Cayetano, pero ni sus hijas ni sus distinguidas esposas aceptaban nunca aquel nombre de humilde criatura que solía sentirse honrado por la aristocracia cayetanista de su entorno.

Pocas cayetanas y cayetanos se daban al alpargaterío señorial y mucho menos a las devociones con que desde la aristocracia cayetanista han venido prodigándose en las cofradías celestiales. La verdad es que a duques y marquesas debe haberles venido bendición desde la gloria celestial de aquel Santo de la Providencia que lo mismo pudo haberse llamado Cayetana que Cayetano, más patrono del pan y del trabajo, que panadero por su cuenta. En realidad, se llamó Cajetan más que Cayetano, y aunque en Nápoles murió, el Papa Clemente X lo quiso distinguir por lo mucho que se trabajó la nobleza para reparar un poco el hambre de los hijos de Dios, o a los que tenían por tales. Porque las cayetanas y los cayetanos de la aristocracia no andaban entre duques y marqueses por el mundo en el que se entretenían a veces con los pobres, sino que se cuidaban de poner Cayetano al mediador que enviaban al cielo. La aristocracia cayetanista suele jugar con el pecado si se tercia o acabar con él si se glorifican. Bien es cierto que las coronas y los cetros que se han manejado en la gloria y en la tierra acaban a veces en los estercoleros. Nadie duda de que Dios se trate mejor con el pobre que con la prepotente o el prepotente que se impone tratarlo. No espera nada de personajes sin piedad que se cuiden mejor con el diablo y se enreden en las izquierdas enrevesadas. Y ni siquiera de cristianos valerosos con capacidad para huir de esa derecha despiadada y cutre que pueda hacer aparecer, no a un ser angélico, sino a una ordinaria criatura. No sé si la monarquía tiene una corona o la república una insignia, ni de dónde puede venirles, si es Dios quien maneja o no insignias o coronas, pero tampoco me fío de que la divinidad pueda llegar a inventarnos los talentos y menos los espíritus mediocres de cuerpos desnutridos como los que son capaces de poner voz en los estrados parlamentarios o en los juzgados. Llamemos Periquito al ignorante que quiera llamarse Auroro o Petronia a la burra que muge. Pero España, que puede llegar a carecer de voces y talentos, cuenta no sólo con gritos de malicia y de ignorancia, sino también con una podredumbre que pueda llegar a proclamarse infinita. Llámenla ustedes Cajetan, Cayetano o Cayetana. Pueden añadir otro nombre a la idea: Cayetana Álvarez de Toledo. Y a ese nombre de española otros verbos: arruinar, ensuciar. Digan miseria. Vamos en camino de la ordinariez y la voz sucia de mujer también puede ser voz muy ¿masculina acaso?