Nuevos paradigmas que sustituyen a los viejos, la crisis como oportunidad para acometer profundos cambios, el fin del mundo que hemos conocido hasta ahora, más regulación y menos apertura.

Estas son ideas extraídas de la lectura de algunos libros y artículos publicados con ocasión de la crisis de 2008, pero que se repiten hoy en día sin apenas variación. Parece, pues, que nada sustancial ha cambiado desde entonces. ¿O es, por el contrario, que los nuevos paradigmas han envejecido tan pronto que necesitamos de otros más nuevos? Sea como fuere, la evolución y la adaptación son consustanciales al hombre y es imposible pensar que nada vaya a cambiar, porque algo ya ha cambiado. Nos hemos dado de bruces con la realidad; como afirma la Teoría del Caos, vivimos en un «equilibrio inestable» que puede quebrarse, de repente, por un «factor mínimo». En otras palabras, la vida es caos e incertidumbre y poco o nada podemos hacer para evitarlo. Esto, que es indudable con o sin pandemia, se ha puesto especialmente de manifiesto en esta última crisis. Este redescubrimiento nos obliga a reconocer como asuntos del presente lo que para una mayoría habían sido, hasta ahora, preocupaciones del futuro, como el clima, la educación, la sanidad o la alimentación. Sería temerario no encarar ya problemas que, como hemos podido experimentar, son muy reales y tienen su propia agenda.

En una materia que me es más cercana profesionalmente, la empresa, los expertos vaticinan importantes cambios en los hábitos y patrones de conducta y consumo. Si damos por buenas estas hipótesis, la «interacción social» a través de las tecnologías digitales, el comercio on line y las operaciones en red, incrementarán su protagonismo en el futuro para garantizar el llamado «distanciamiento social».

Es obvio que Internet ha transformado la sociedad y el mundo de los negocios y que apenas quedan ámbitos ajenos a esta transformación. No parece, pues, prudente negar este pronóstico. Sin embargo, en mi opinión, sí que es muy necesario relativizarlo en lo que a la «interacción» y al «distanciamiento social» se refiere.

En cuanto a la interacción social, esta crisis, en la que todos hemos estado conectados un buen número de horas al día, ha puesto de manifiesto las virtudes de las herramientas de comunicación digital, pero también sus enormes carencias, no tanto desde el punto de vista técnico como desde el punto de vista de su fiabilidad a la hora de interpretar correctamente el devenir de una conversación. No es lo mismo «interaccionar» -acción más propia de la física y, por lo tanto, de los objetos- que «conversar», acción que implica siempre a dos o más personas y en la que, de un modo u otro, hay emociones de por medio. Quien haya participado en una videollamada con un conjunto de personas algo numeroso habrá constatado que, al cabo de un tiempo, la sensación es más de estar interaccionando con hologramas que conversando con personas. La tecnología, desde luego, a día de hoy, no está en condiciones de competir con el contacto humano.

Las plataformas digitales dotan de mayor productividad y eficiencia a las relaciones comerciales, pero éstas, por definición, necesitan de la confianza y el trato directo entre personas, que todos estamos ansiosos por recuperar. Somos animales sociales, nada puede sustituir a los contactos cara a cara y, especialmente en el mundo de la empresa, no hay negocios sin la confianza que generan la relación y la presencia física. Es más, me aventuro a avanzar una hipótesis bien distinta, basándome en mi experiencia de estas últimas semanas: cuanto más se extiende el uso de estas herramientas más se promueven los contactos personales, más se excita la necesidad de juntarse con otras personas y menos el distanciamiento.

¿Y el distanciamiento social? La sociedad -la civilización- por definición, es agrupación, comunidad, voluntad de convivencia, por lo que es evidente que se está utilizando un término -en sí mismo contradictorio- para definir unas medidas que, salvo que se quiera proponer una vuelta a las cavernas, a un nuevo tiempo de aislamiento y disociación, necesaria y naturalmente tendrán que ser transitorias. Muy al contrario, no existe mejor estrategia cuando uno se siente perdido que unirse a otros, las alianzas. Esto es especialmente evidente en el caso de una pandemia, un problema que ningún país puede combatir aisladamente y que exige acuerdos y planes globales y colectivos.

Volveremos a viajar, volveremos a juntarnos, lo haremos, por un tiempo, con más cuidado. Y, como sugiere la etimología de la palabra comercio -del latín «commercium»: juntos y mercancía- volveremos a hacer negocios juntos.