Vivo en la carretera, dentro de un autobús». Así sonaba la famosa canción de Miguel Ríos que clama ante las dificultades de una vida itinerante por motivos de trabajo. Esta es una realidad que afecta cada día a miles de personas que ven como, para conseguir un salario, deben realizar grandes desplazamientos, lo que les resulta costoso tanto en tiempo como en dinero. El lugar donde se tiene la vivienda determina el acceso al trabajo y limita, asimismo, las posibilidades de conseguirlo o mantenerlo. De tal manera que vivienda y urbanismo pueden ser una gran causa de desigualdad.

El Instituto Nacional de Estadística (INE) y la Agencia Tributaria, entre otras instituciones, publican periódicamente estudios que relacionan la geografía urbana con la desigualdad. Advertimos que la pobreza se va enquistando en determinados barrios y algún analista afirma que el código postal determina las posibilidades de desarrollo de las personas. Es frecuente escuchar a políticos y expertos que vivienda y trabajo son los problemas sociales más acuciantes de nuestra sociedad. Los políticos, de cada gobierno, alardean cuando una estadística muestra avances en el empleo. La crisis sanitaria en la que estamos inmersos, a su vez, ha sacado a la luz la realidad que siempre han denunciado los sindicatos. Tenemos un empleo precario que se destruye a una velocidad creciente que ni siquiera los ERTE van a ser capaces de parar.

Si a la mala calidad del empleo añadimos las dificultades de la vivienda, nos encontramos, según el informe de la Fundación de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada (FOESSA), con seis millones de trabajadores que están en la cuerda floja. Y que pueden engrosar ese ejército de ocho millones de pobres que ya contemplamos como algo estructural, y que amenaza con aumentar en los próximos meses, lo que revela un desolador panorama. Durante el confinamiento, a causa de la COVID-19, observamos a los personajes que salen en la tele que disponen de viviendas amplias con buenos espacios exteriores. Pocos medios sacan la precariedad de familias que tienen que vivir en espacios muy reducidos y en condiciones de salubridad infames y con la constante amenaza de contagio. Las estadísticas nos dicen que este grupo también es muy numeroso y suele ser coincidente con ese «ejército de reserva», de trabajadores precarios, sobre el que se sustenta la sociedad capitalista.

La vivienda es, por tanto, un factor de riesgo de exclusión y, al igual que el trabajo, no debe ser vista como un problema sino como un derecho humano que debemos reconocer de manera efectiva. A todos nos corresponde atender esos derechos universales, pero son los poderes públicos los que pueden y deben liderar las acciones necesarias para su correcto cumplimiento. El artículo 47 de la Constitución establece el derecho de los españoles a disfrutar de «una vivienda digna y adecuada», en clara referencia al artículo 11 del Pacto Internacional por los derechos económicos, sociales y culturales que España suscribió en 1976.

Si consideramos que, con un parque de viviendas vacías de cerca de cuatro millones, el derecho a la vivienda no debería ser problema; siendo sarcásticos, seguro que en la España vaciada podríamos conseguir alguna vivienda en uno de tantos pueblos en vías de desaparición. Pero, ¿realmente todas las viviendas vacías de nuestro país son adecuadas? ¿Cómo podemos saber si una vivienda es adecuada a los efectos de evitar la exclusión social? Una vivienda no son solo cuatro paredes y un techo, que encierran un espacio privado, sino que para cumplir su misión debe atender a muchos más aspectos. El problema de los derechos económicos, sociales y culturales es que, su redacción, parece más desiderativa que normativa. Por ello, hace ya unos 10 años, la ONU editó una serie de aclaraciones sobre las características y el contenido de estos derechos. En relación con la vivienda se especifica, entre otras, que «no es adecuada si no ofrece acceso a oportunidades de empleo».

La ubicación de la vivienda, para quien no dispone de medios eficientes de transporte público que facilite el acceso a los centros de trabajo o a los de formación, es una característica primordial y, en estos momentos de pandemia, una causa de riesgo. Resulta grotesco escuchar a algunos políticos decir que se evite el transporte público o se use la bicicleta para ir al trabajo. No tienen ni idea de las dificultades de muchas personas para acceder a los lugares de trabajo. En la Fundación Novaterra, observamos que este factor dificulta el acceso a los centros de formación, a la realización de entrevistas, al mantenimiento del puesto de trabajo y a la conciliación de la vida laboral y familiar.

València, y su área metropolitana, tienen una deficiente conexión con los polígonos industriales del entorno, tanto en itinerarios como en frecuencia u horarios. Esto se hace más evidente en el caso de las trabajadoras porque la ubicación de la vivienda contribuye a agrandar la brecha de género, ya que suelen tener menos acceso al transporte privado que los hombres. Piensen en las horas que muchas empleadas de hogar deben hacer para desplazarse de casa en casa a lo largo del día y el coste económico que les supone.

En Novaterra hemos tenido que realizar una cuestación especial para financiar becas de transporte para paliar las dificultades de movilidad de las personas que participan en nuestros proyectos. Los gobernantes, en general, y en particular los valencianos, deberían promover un urbanismo que, además de sostenible, sea inclusivo. Y mientras esto no llegue, al menos se deberían desarrollar medidas de movilidad, higiénicas e inclusivas, que favorezcan más a los barrios más desfavorecidos. Por lo que urge el aumento tanto de itinerarios como de horarios y frecuencia del transporte público y la mejora de las conexiones, radial y anular, entre ellos y los centros de trabajo.