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La Edad Media contemporánea: de la peste negra al coronavirus

La atracción que la Edad Media ha ejercido sobre la sociedad occidental desde hace dos siglos se manifiesta desde la centuria anterior a través del cine y de la televisión. La prensa incluso se ha encargado de vincular determinados hechos del presente -la recesión económica que todavía nos afecta, epidemias como el sida o el ébola, la irrupción de los fundamentalismos religiosos y las guerras santas, el choque entre Oriente y Occidente, los masivos movimientos de población hacia Estados Unidos o Europa, o incluso el acceso a la silla de San Pedro de un papa jesuita y argentino- con fenómenos ya vividos en el lejano Medievo, todos ellos nocivos: las crisis del siglo XIV, las cruzadas, las invasiones bárbaras de los siglos IV y V o las profecías de san Malaquías o Nostradamus sobre el papa 112 o la aparición del un papa 'negro' -no por el color de su piel, sino por el de su antiguo hábito- llegado a Roma desde la otra orilla del mundo y el fin de la Iglesia. Al hilo de esto último, el Apocalipsis de San Juan en los Comentarios de Beato de Liébana, que anunciaba el final de los tiempos poco antes de finalizar el primer milenio de nuestra era, ha encontrado su paralelo en el paso del segundo al tercer milenio, cuando en 1999 cundió el pánico de que el efecto 2000 provocase la activación de los misiles de las potencias nucleares, o más recientemente por vía del famoso calendario maya que apuntaba a 2012 como última fecha en el planeta Tierra y otro tipo de supuestas afinidades entre los tiempos que nos tocan vivir y la Edad Media. Tomasso di Carpegna Falconieri ha publicado no hace mucho un libro donde refiere, analiza y critica esta nueva Edad Media contemporánea, que tiene como hecho positivo reforzar los cimientos del puente que liga aquellos tiempos con la contemporaneidad.

El pasado 3 de marzo explicaba esto mismo en una pequeña intervención a la que fui invitado por el Rotary Club Alicante sin ser consciente de que habría de utilizar algunas de las imágenes allí referidas en este artículo. Y menos aún de que esa sería la última ocasión en la que vería a nuestra querida compañera, siempre tan jovial, Olivia Manzanaro.

Volvamos a la Edad Media. El coronavirus ha llegado de Oriente, como también lo hizo otra pandemia que vino a poner la guinda a la gran crisis que se abría camino a trompicones en la Europa feudal mediado el siglo XIV, la peste de 1348, pandemia que desde entonces ha sido el referente de cualquier proceso infeccioso masivo qua haya afectado a la humanidad. Tal imagen crítica se inició con ciertos desajustes climáticos que desde varias décadas atrás venían notando los contemporáneos, simultaneándose períodos lluviosos con otros extremadamente secos, que produjeron desajustes en la producción agrícola, ocasionando hambrunas a villas y ciudades, disparándose los precios de los alimentos básicos y generándose no pocas tensiones sociales. Por si fuera poco dos de las potencias del momento, Francia e Inglaterra, se echaron a la guerra dando origen a la conocida como 'Guerra de los Cien Años', con sus variantes locales, en el caso de la península ibérica la 'Guerra de los dos Pedros', que tuvo como uno de sus principales teatros de operaciones las actuales tierras alicantinas y que por supuesto trajo consigo muerte y destrucción en nuestro entorno de hace siete siglos. Además, la Iglesia conoció el gran cisma de Occidente, que puso en jaque a toda la cristiandad. Los cuatro jinetes del Apocalipsis, al galope.

El coronavirus de aquel tiempo -la peste- era una enfermedad sin cura. Al igual que ha sucedido ahora, entonces las ciudades europeas tuvieron noticia de su existencia, pero no se prepararon para su presencia. Y llegó. Lo hizo de Oriente, seguramente por mar, en barco; hoy los aviones son más rápidos a la hora de transportar personas y, con ellas, la enfermedad. Fue también a principios de la primavera. De ello nos dan cuenta infinidad de crónicas del momento y uno de los monumentos literarios de la historia de la cultura universal, El Decameron de Giovanni Boccaccio. Ante el cariz dramático de su manifestación, la pandemia fue vista como una señal del fin de los tiempos (Apocalipsis, 6,7-8). También asomaron otras interpretaciones, como la que refería a un castigo divino por la iniquidad de tiempos y costumbres, a que fue creada artificialmente siendo los judíos quienes envenenaban las aguas, a la conjunción planetaria o a la siempre presencia del Maligno. Cierto es que hubo confinamiento. Se buscaron culpables, y se encontraron, los ya mencionados judíos, o los extranjeros, los peregrinos, los turistas de la época, expulsados en el mejor de los casos si no asesinados. El miedo se apoderó de mujeres y hombres, ricos y pobres. Pocos se atrevían a salir de sus casas por miedo al contagio, paralizándose la vida de las poblaciones afectadas por la enfermedad: cerraron tiendas y obradores, en muchos casos por el fallecimiento de sus propietarios, mientras que los cementerios no daban abasto para enterrar a los muertos. Como ahora, quien pudo huyó de los grandes focos de propagación hacia segundas residencias. Pedro IV salió de Valencia cuando la ciudad era un hervidero de contagios y de muertes (trescientas diarias escribiría el rey en su crónica). Lo mismo hizo ese grupo de jóvenes patricios florentinos protagonistas de El Decamerón. La vida en comunidad se resintió, siendo varios los monasterios en los que la inmensa mayoría de sus integrantes, y en algunos todos, perecieron.

La prevención fue la única fórmula frente a la propagación: aislamiento de enfermos y a su muerte tratamiento con cal de los cadáveres e incineración de los objetos a los que hubiesen accedido durante la enfermedad. Se requirió de profesionales que atendieran las necesidades de infectados y de sanos: físicos, apotecarios (los médicos y farmacéuticos de la época), notarios y clérigos que cuidaran de los cuerpos y las almas de la población. La muerte no conoció de estamentos y se llevó consigo, aunque de manera desigual, a gentes de la nobleza y del alto clero, oficiales reales y municipales, mercaderes y menestrales, aunque no cabe duda que fueron las capas populares las más afectadas por más expuestas, más hacinadas. Incluso algún miembro de real cuna cayó, como Leonor de Portugal o Alfonso XI de Castilla.

La duración de esta pandemia rondó las diez semanas, tanto en grandes urbes densamente pobladas (Barcelona o Valencia), como en ambientes muy rurales de la Castilla profunda alejados de los grandes viales de comunicación. Las consecuencias demográficas fueron terribles, sin que sea exagerado escribir que alrededor de un cuarto de la población europea sucumbiría, si no más. No estamos, sin embargo, en disposición de evaluar, tal y como lo haremos hoy, el varapalo económico que supuso, pero sí tenemos noticias de paralización de la actividad comercial por miedo al contagio. Lo cierto es que pese a la brutal pérdida demográfica, la peste negra no supuso la ruina de la economía europea del momento, dando lugar a la mejora de las condiciones de los trabajadores del campo, al acceder a mayores lotes de tierra para su puesta en producción, y de los asalariados urbanos, que en algunos casos vieron incrementadas sus retribuciones económicas ante la falta de mano de obra.

La peste de 1348 no fue la primera de las que conoció la población europea, ni desde luego la última, pero fue la que más honda cicatriz dejó en el consciente colectivo de los habitantes del continente. Los rebrotes que se sucedieron en las siguientes décadas, siglos incluso, trasladaron la población la idea de un mal estructural que se añadía a los que de ordinario sufría la gente de la época. Como ahora, se buscaron remedios desde la ciencia médica, paliativos, vinculados a una mejor alimentación, una vestimenta más adecuada a los cambios de temperatura y mayor higiene personal y urbana.

Hoy, afortunadamente, nos hallamos en otra situación y sabemos cómo hacer frente al reto de la curación de la pandemia que nos aflige: mediante la ciencia, la formación y la investigación. Por ello, invertir en ciencia, hacerlo en investigación, en formación, en medios humanos y materiales nunca será gasto sino inversión.

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