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Historias de amor sin final feliz

Tengo un hijo cineasta, qué se le va a hacer, y anda terminando -coronavirus mediante- su segunda carrera ahora en formato de videoconferencias. Entre la una y la otra hizo, además, dos másteres. Lo sé, lo sé: político parece, pero plátano es. Y, de entre estas diferentes ocupaciones cinéfilas suyas, las principales son tan dispares como necesarias en el mundo de la ficción: el guion, punto primero de cualquier historia y el 3D que sirve para completar con tecnología tridimensional, es decir, para tratar de engañar al espectador añadiendo con apariencia de real lo que no se alcanza -por el motivo que sea- en la realidad. Que lo sé, lo sé, ¡político parece! Pero de verdad os lo digo: se dedica al cine.

Es, además, el ser humano con el que convivo durante este confinamiento y la verdad es que -sin atreverme a preguntarle su opinión-, me parece que lo llevamos bastante bien: él, encerrado en su madriguera particular, con sus ficciones y letras, y yo en la mía con las mías. Si llamo a su puerta es para pasarle algo de merienda, como si fuera un preso en aislamiento. Al rato, la puerta se entreabre y, sin mediar palabra, un plato vacío se desliza de vuelta y aquí no ha pasado nada. O asoma la cabeza solo para preguntar a gritos: «¡Mamá! ¿sinónimo de rellano?», «¡Descansillo!»; «¡Mamá! ¿petricor?», «¡Olor de la lluvia al mojar la tierra antes seca! ¡Es a lo que nos referimos cuando decimos 'me gusta cómo huele la lluvia!'». Respondo con más gritos desde mi guarida sin levantar la vista de las líneas. En nuestras pausas pactadas para comer o cenar nos encontramos en los espacios comunes, con el clinc del horno, a falta de timbre de colegio, avisando que ya toca apagar ordenadores y cerrar libros y salimos de nuestras cuevas estirándonos para recuperar la postura, como los homo erectus que fuimos alguna vez. Encendemos el televisor donde puntualmente nos espera, con el pelo enmarañado, nuestro Fernando Simón y, por un rato, echamos un vistazo afuera de este mundo tan creativo nuestro. Entre cucharadas ponemos a caldo a tal o cual político -creedme que se lo merecen, haber estudiao- y, mientras el resto del país parece que se ha leído de pe a pa el informe de 83 páginas de la investigación de un supuesto delito de prevaricación administrativa de no sé qué otra vez con el 8M y hasta tienen veredicto y Fernando Simón nos dice si esta temporada se va a llevar o no la mascarilla, a nosotros, tal que si fuéramos un matrimonio de culturetas bien avenido, ya nos ha cansado el mundo y lo cambiamos por una peli que descuajaringamos con precisión quirúrgica. Nada que ver a cuando voy al cine con mis amigas, donde lo más importante es lo tremendo que está Brad Pitt y quién se lo ha pedido primero. Aquí nos interesan las intros, el racord, las transiciones, los planos secuencia, los cenitales y hasta los aberrantes; el ay va, qué pasada esta escena y el esta a cuento de qué, a ver adónde nos va a llevar el director. Y el guion, siendo como somos contadores de historias, nos importa mucho el guion.

Y uno de estos días de la marmota, entre espaguetis, por ejemplo, mientras Fernando Simón tosía, quizá, una almendra desde el otro lado del televisor, me comentaba que les han pasado nuevas pautas para los guiones en que están trabajando y que han de terminar ya: «Nada de besos ni escenas de cama». Casi hago un Simón y me atraganto con el pesto mientras me levanto y exclamo mirando al cielo, cual si fuera Scarlet O'Hara en Lo que el viento se llevó: «¡Pero es una noticia terrible! ¡Basta, coronavirus, basta! ¿Qué más quieres de nosotros? Todo el año que viene, cuando empiece una historia, da igual que 'chica, conozca a chico', ¡algo va a pasar y nunca acabarán juntos! ¡Qué juntos! Ni un beso tan siquiera». Y aquí, ya con el dedo acusador señalando a mi hijo, culmino: «Tú, tú te los vas a cargar».

Porque la industria del cine y las series se está poniendo en marcha, como todos: escalando trompicones e incertidumbres y, como todos, ateniéndose a unas rigurosas normas de seguridad de los muchos equipos implicados. Así, en tiempos de post coronavirus, las circunstancias obligan y toca hacer algunos ajustes en las historias que, en este caso, incluyen arramplar con cualquier escena de cama y besos. Los amores serán platónicos, se apagará la luz; las agencias de casting colgarán anuncios del tipo: «Se buscan hombres y mujeres de todas las edades con anticuerpos de coronavirus demostrables. Se valorará experiencia previa como actor» y las series serán una larguísima tensión sexual entre los protagonistas que, total, no llevará a ningún sitio más que a alguna de mis amigas acabe saltándole a la prota: «¡Si no vas a ir a por Brad Pitt, aparta, que ya voy yo!». Hasta que las curvas permitan que en los rodajes, como en la vida, puedas enzarzarte en una piel ajena sin riesgo de contagio, nos espera, después de todo lo aguantado ya ¡además! Un tiempo de historias de amor sin final feliz.

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