Sigo en la fase cero. Salgo poco y mal. La incipiente «nueva normalidad» resulta incómoda. El teletrabajo me redujo a una suerte de orador a granel, grabando vídeos a diestro y siniestro. Si una alumna envía al correo un vídeo breve, respondo con otro en una especie de bucle infinito. De tu pantalla a la mía, podría decirse. Pero la realidad ataca a traición. Que se lo digan a una amiga mía, pobre. Se fue a evacuar en mitad de un claustro virtual forzada por un repentino retortijón de tripas. Olvidó silenciar el micro de su auricular inalámbrico, toda una cagada telemática. Semejante despropósito quedará en la historia como el «claustro de mierda». Un hito encomiable. En mi vida todo lo interesante pasa por la imaginación, la fantasía o el delirio. Anhelo una cotidianidad sin horario rígido ni obligaciones docentes, similar a la de un escritor. Ya no voy al instituto (¡eah!) y desayuno bien temprano leyendo Levante-EMV. Salvo esta ceremonia diaria, el resto de la jornada es pura libertad. Orador y escritor, hete ahí mi realidad pandémica.

La libertad es un delirio colectivo. La mediocridad una cualidad universal y necesaria. Si hay desescalada presuponemos que hubo escalada. Sin embargo, todo el transitar vital conduce al precipicio. «Un día más, un día menos», decían con afán animoso. En mi pensamiento precario esto significa que cada martes nos acerca más a la muerte que un lunes. Por eso la gente detesta los domingos. El sentido de la existencia se desvanece después de una noche de sábado. Somos pura contingencia. Cada uno se camufla detrás de sus despojos aunque el resultado es que solo existe una sola miseria, la existencia. Todos somos uno y algunos ni eso. Anímate y asómate a la calle. Pululan las mismos rostros de siempre doblegados por sus frustraciones. En la red social la gente grita sus ganas de abrazarse, bailar, comer con los suyos. Curiosa expresión, «los suyos». El sentido de pertenencia es una de mis infinitas carestías. Nada me pertenece. Sin ingerir opiáceos siento que mi mente habita alejada de mi cuerpo; que la vida pasa pero no pasa por mí; que la «nueva normalidad» me despierta más angustia que sosiego. Tengo claro que salir a la calle es un lujo de los normales. Los raros nos dopamos con ansiolíticos.

Crueldad y realidad vienen a ser lo mismo. Nada más horrendo que una criatura con mascarilla. Todavía nos queda terror por delante. Una escuela sin abrazos o besos, por ejemplo. La «nueva normalidad» redimensiona el estercolero humano, de ahí la importancia de adaptar cuanto antes a los niños. Montañas de mierda como el claustro de mi amiga, el griterío en las terrazas o el espejismo de la libertad. Suerte que llega el verano que todo lo dulcifica. Envidio la simplicidad moral de esa gente que reduce su felicidad a la playa, el descanso y las birras. Otros se refugian en una institución tan opresora como la familia. Adaptarse o morir. Ésa es la cuestión.