Todos tenemos el deseo de poder volver a una normalidad que, por muy nueva que sea, se parezca lo más posible «a la de toda la vida». En las últimas semanas ha habido un sinfín de colectivos que se han esforzado en expresar sus inquietudes y necesidades para que no pasen desapercibidas: ¿Bajo qué condiciones pueden abrir los negocios? ¿Cómo de rápido podremos volver a nuestros trabajos? ¿Qué va a pasar con mi alquiler? O si tengo un piso que alquilo a una familia, ¿han podido mantener su trabajo? ¿Qué ocurrirá en estos próximos meses?

Hay un colectivo que, pese a que suele pasar desapercibido al punto de ser considerado «invisible», en la situación generada por la alarma sanitaria ha logrado, sin quererlo, algo de notoriedad. Hablamos de las personas en situación de sin hogar, personas que viven en la calle o en vivienda precaria e insegura, como asentamientos urbanos o rurales, lugares donde las medidas de higiene y aislamiento son inalcanzables.

Tanto por el bien común como por el propio, ¿de qué manera las personas en situación de sin hogar podrían llevar a cabo un confinamiento que les permitiera aislarse? ¿Qué iban a hacer cuando la mayoría de recursos de la ciudad dedicados a esta población tenían que cerrar sus puertas por la situación sanitaria? Durante el tiempo que ha durado el confinamiento se han dado todo tipo de situaciones: personas en situación de sin hogar sancionadas por estar en la calle, otras que, siendo alojadas en los albergues de emergencia, han encontrado por fin el momento y los recursos para iniciar un proceso de cambio. Otras cuyo largo tiempo sin poder tener un hogar y las complejas circunstancias que las rodean hacen difícil que los recursos que se generan habitualmente puedan atenderlos de forma significativa. Con sus luces y sombras ha aumentado la concienciación sobre cómo personas que carecen de todo pueden hacer frente a semejante situación, aumentando las iniciativas particulares, de la administración, del tercer sector, con el fin de apoyar a estas personas en situación de vulnerabilidad.

Las entidades que trabajamos con estas personas hemos estado, en primer lugar, coordinándonos con el Ayuntamiento de Valencia y colaborando en la puesta en marcha y sostenimiento de recursos de emergencia (como los albergues y los polideportivos con servicio de higiene personal y alimentación); y, en segundo lugar, repensando los servicios básicos para adaptarlos a la nueva situación, o el trabajo a pie de calle para detectar y hacer seguimiento de las personas en situación de sin hogar que por diversas razones no han tenido alternativa a estar en la calle.

Pero ahora urge hacerse una pregunta de la mayor importancia: todos vamos a tratar de volver, lo mejor que podamos, a nuestras vidas, a ver a nuestros seres queridos, a nuestros trabajos (quienes lo tengan, y si no, a la búsqueda de uno). Pero las personas en situación de sin hogar, ¿a dónde van a volver? ¿Qué pasará con ellas cuando las entidades que trabajamos con esta población abramos servicios en condiciones bien distintas, mucho más restrictivas? ¿Qué pasará con las personas que han conseguido al fin poder dormir cobijados, descansar, ducharse y comer con regularidad durante casi dos meses? ¿A dónde van a volver? Nosotros vamos a tratar de volver a la llamada «nueva normalidad», ¿dónde volverán ellos y ellas? ¿A la vieja? ¿A la de noches al raso o de breves estancias? ¿La de duchas en pocos lugares pero muy alejados? ¿Volver a la invisibilidad?

Todos los agentes implicados en la lucha contra el sinhogarismo hemos visto que, aunque sea forzada por una situación de emergencia sanitaria como la actual, se han creado recursos, abierto posibilidades y mejorado la situación de muchas personas. Nos gustaría que esto fuese el comienzo de una nueva etapa en la atención a las personas en situación de sin hogar en nuestra ciudad. Pero la preocupación de que esto no llegue a ser así está presente, e irá en aumento en la medida en que no haya una respuesta clara a la pregunta que estamos planteando volver€ ¿a dónde?