Frente a algunos tópicos reiterados, las universidades españolas se cuentan entre las instituciones más sometidas a crisis, a crítica y autocrítica. Y es difícil encontrar un colectivo que pase por más evaluaciones (también externas) como los profesores e investigadores universitarios. Aún así, al mismo tiempo se impone reconocer que también es difícil encontrar el grado de cainismo y, paradójicamente, de gremialismo, que se vive en los campus. Un fenómeno incrementado, creo, por el sistema creado para fomentar la competencia investigadora (que no docente) y para evaluar la selección y promoción del profesorado. Un sistema que, a juicio de muchos entre los que me cuento, se ha revelado no sólo erróneo, sino muy perjudicial.

La gran recesión de 2008 y las políticas de austeridad que la siguieron añadieron a esos males endémicos un grave problema de financiación: como recordaba en un artículo reciente el vicerrector de la UJI, profesor Modesto Fabra, evocando el Informe «¿Quién financia la universidad?» publicado en 2017 por el Observatorio del Sistema Universitario, entre 2009 y 2015 las universidades públicas españolas sufrieron una caída de recursos sin precedentes, superior al 20 %. España pasó de estar en la media de países de la OCDE en lo relativo al porcentaje del PIB dedicado a universidades, a ser el sexto país por la cola, destinando únicamente un 79 % del promedio de la OCDE.

En esa situación de debilidad de recursos, incrementada a su vez en el caso de la Comunidad Valenciana por el déficit que la aqueja comparativamente desde hace años, ha llegado la pandemia. Las expectativas con las que las Universidades deben afrontar el futuro inmediato no ofrecen pues, motivos para el optimismo. No lo es, por ejemplo, el hecho de que en la muy acertada medida adoptada por el Gobierno de reservar para Educación 2.000 millones de euros del fondo extraordinario que ha concedido a las CCAA, no se incluya la educación universitaria. Tampoco que, mientras el Ministerio de Universidades ha decidido la supresión de la horquilla de tasas y ha fijado unos precios máximos de matrícula que nos sitúan en el escenario de 2011, al mismo tiempo que, conjuntamente con el de Educación, ha decidido acertadamente bajar el requisito académico para la obtención de becas, no se avizoran mecanismos complementarios que permitan a las Universidades recabar ingresos.

Pero no escribo sólo para reforzar la habitual (y, a mi modo de ver, justificada) queja de las Universidades por la inconsecuencia que supone su considerable abandono por parte de los poderes públicos y la sociedad civil. Creo que los propios universitarios y, de modo específico, sus autoridades, es decir, los Rectorados de las Universidades y la CRUE, deben asumir que el principio de autonomía universitaria exige algo más que estar a la espera de las iniciativas del Ministerio y de las consejerías de las CCAA sobre cómo se va a afrontar el próximo curso académico. Exige co-responsabilidad, como recordaba recientemente el President Puig en una reunión con diputados y senadores socialistas valencianos.

Por supuesto, el condicionamiento que nace de las carencias del modelo de financiación autonómica que no garantiza en las comunidades autónomas recursos suficientes para atender el gasto creciente en los distintos servicios públicos esenciales y en particular en sanidad y educación, es una losa. Y es imperativo llegar a acuerdos al respecto. Acuerdos no sólo entre el Gobierno central y las CCAA, sino también acuerdos dentro de las CCAA, acuerdos entre las administraciones con competencia universitaria y los rectorados y representantes de los trabajadores y estudiantes de las Universidades. Acuerdos que signifiquen que la sociedad civil no sólo debe exigir la mayor transparencia en la rendición de cuentas por parte de las propias Universidades, que demuestre el mejor aprovechamiento de los recursos, sino implicarse en mejorar su calidad y condiciones, por ejemplo, en la participación en el I+D+I y también, por qué no decirlo, en el mecenazgo.

La educación e investigación superiores son condición sine qua non de la adaptación del tejido social a las nuevas exigencias, a las respuestas a los riesgos y amenazas que debemos afrontar. Es incongruente proclamar que una de las lecciones que hemos aprendido de la pandemia es la necesidad de invertir prioritariamente en Ciencia (en innovación también se añade) y olvidar que la mayor parte de esa ciencia, investigación e incluso innovación, se lleva a cabo en las Universidades. Pero no se trata sólo de ciencia, investigación e innovación. Las sociedades democráticas exigen ciudadanía informada, crítica y activa. Y esa ciudadanía depende en buena medida del conocimiento crítico que la investigación básica y la docencia proporcionan mediante la educación superior. Por no hablar del hecho indiscutible de que la calidad de la docencia universitaria influye en la calidad de buena parte de nuestros profesionales, de los agentes de la sociedad civil. La Universidad, hay que recordarlo, como el resto de los niveles educativos, es un servicio público esencial.

Esperamos que todo eso se incluya en el debate sobre ese nudo gordiano de la financiación autonómica y de la financiación específica de la sanidad y educación como prioridades en las políticas públicas. Mientras tanto, como casi siempre, lo cierto es que, a quienes forman parte de la comunidad universitaria, es decir, profesores, investigadores, personal de administración y servicios y estudiantes, no les basta con declaraciones generales, retóricas, que como mucho se limitan al carácter semipresencial o completamente online del curso 2020-21 o del primero de sus semestres.

Por ejemplo, de cara al curso 2020-21, hay aún tiempo suficiente para que los Rectorados actúen de forma positiva y proactiva y no se limiten, como se ha hecho en estas semanas del segundo semestre del curso 2019-2020, a declaraciones retóricas y a un aluvión de documentos burocráticos que no suponen otra cosa que apelar al sacrificio y generosidad del profesorado y del personal de administración y servicios, con el fin de exigirles que modifiquen y adapten programas y guías docentes y métodos de evaluación, al tiempo que se les pide (como en los demás niveles educativos) que sean capaces del esfuerzo sobreañadido de transformar su actividad, para incluir un contacto telemático constante que, en caso de titulaciones con importantes ratio profesor/estudiante, resulta difícil de mantener de forma sobrevenida, al mismo tiempo que se concilia familiarmente y se investiga durante el confinamiento. Por no añadir que todo eso se ha hecho con el agravante de perentoriedad y sin proporcionar ningún soporte adicional, salvo las tradicionales palabras de solidaridad y promesas de reconocimiento que raramente se traspasan a los hechos...

Sí, hay que tomar en serio la autonomía universitaria en el sentido también de responsabilidad o, como mínimo, co-responsabilidad de los universitarios, de todos los que componen la comunidad universitaria, pero no sólo de estudiantes, personal de administración y servicios y profesores e investigadores. Es la hora, más que nunca, de que las autoridades universitarias con capacidad de decisión, los rectorados y la CRUE de un lado, exijan medidas factibles y, de otro, ofrezcan soluciones y no sólo declaraciones retóricas y exhortaciones al esfuerzo y sacrificio común.

Cabe como mínimo esperar y exigir de nuestras autoridades universitarias, que para eso han sido elegidas (aunque, ciertamente, nadie pudiera prever que les tocaran las circunstancias extremamente excepcionales que supone la pandemia), esperar y exigir, insisto, al menos pronunciamientos claros sobre medidas concretas: remodelación de las actuales infraestructuras en los campus; adecuación y renovación de las plataformas y aplicaciones online; formación de PDI, PAS y estudiantes en esas nuevas técnicas; acceso equitativo a las herramientas (incluidas tablets u ordenadores personales); formación en los nuevos hábitos en lo que toca a los recursos e instrumentos docentes, incluidas obviamente con un papel primordial las bibliotecas universitarias; ampliación o refuerzo de las plantillas; concreción de las garantías de los derechos laborales en el teletrabajo (cuyo único marco normativo, por cierto, es por ahora el muy genérico Acuerdo Marco Europeo sobre Teletrabajo de 2015)...¿seguimos? Quedan aún tres meses. Asuman con hechos el liderazgo de este trabajo que se espera de todos y cada uno de nosotros.