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Un inciso

Memoria de pez

Cruzo el umbral de mi casa y escucho cómo se cierra la puerta. No creí haberla golpeado con tanta fuerza, pero quizás el subconsciente me haya echado una mano. El trayecto de cinco pisos en el ascensor, después de una puerta de embarque que me confirma lo mal que me sienta la mascarilla, me ha vuelto a sellar el pasaje para un viaje acelerado por mis pensamientos. Giro la llave dejando atrás dos paradas: orgullo e indignación. No sé en cuál de ellas he pasado más tiempo.

Soy un caso atípico en esta desescalada. Durante los meses de confinamiento eché de menos -todavía lo hago- a mi gente, sus abrazos y esas conversaciones pausadas detrás de una taza de café o delante de una caja de pizza para analizar todo este disparate que estamos viviendo. Sentí en carnes propias lo que es estar encerrada con dos niños, en un piso sin terraza, y teletrabajando. Pese a todo este estrés y las ansias de libertad, confieso que mi yo temeroso no dejó que las ganas de terraceo, de calle o de tiendas corriese hasta el momento por mis venas a galope tendido. Me puede más el miedo. Si he de parapetarme detrás de una mascarilla, calculando distancias o controlando todo lo que toco para sacar pronto del bolsillo el gel hidroalcohólico, creo que no me compensa. Es por ello, porque me reconozco una cobarde ante la enfermedad -y en especial ante la de mis hijos-, que he cumplido a pies juntillas el confinamiento, saliendo de casa lo estrictamente necesario y dejando gran parte de los quehaceres en el exterior para quien ya tiene que salir de este micromundo por cuestiones laborales.

Con la movilidad hacia el rural hubo un cambio. Encontré en ella una válvula de escape hacia un escenario que mi lado más urbanita pudo llegar a ver en otro momento falto de servicios y que ahora se me antoja paradisíaco. Siempre disfruté del campo, pero pronto echaba en falta algo más, desde una terraza a una buena conexión para satisfacer mis ansias de saber cómo continúa la última serie de Netflix que me tenía enganchada. Ahora gozo de cada minuto en este aire libre que nunca pareció enturbiarse por el miedo al contagio del coronavirus. Es como si aquí, sobre la hierba o en la frescura del río, nada se supiese de esa pesadilla.

Una cita médica con uno de mis hijos me obligó a salir de mi zona de confort. Tenía que presentarme en un lugar que, hace solo unas semanas, nos recomendaban ni pisar. Era, como todos los centros sanitarios, zona sucia en momento de pandemia. La zona cero. Y allí estaba yo, con mi mascarilla, mi hijo en el regazo y mi miedo por dentro. Ni siquiera me senté. Las cintas en las sillas para garantizar las distancias de seguridad me sacaron las ganas. Por suerte nos llamaron rapidísimo, reforzando la idea de que cuanto menos tiempo pases en espacios comunes, mejor. Al salir, sentí que algo había cambiado. Me sentí fuerte, casi por vez primera en esta crisis. Si había estado en la trinchera, podía correr por el campo de batalla aprovechando la aparente retirada del enemigo. Ojo, solo aparente, aunque hay quien dice que está más débil.

Me grabé como un tatuaje las medidas de seguridad, casi conformando un triángulo que advierte del peligro: distanciamiento, mascarilla y manos bajo control. Hice mis recados en varias tiendas, incluso me obligué a entrar en algunas solo por cotillear entre las tendencias de la temporada. La última parada fue el supermercado. Para entonces mi enfado no había hecho más que medrar. En la calle, más o menos, la distancia se mantiene. Pero cuando se trata de proveer nuestras despensas, perdemos el control. Poco importa que por megafonía recuerden varias veces la importancia de mantener las distancias. Abundan los ejemplos. Hay quien no pierde la oportunidad de ponerse al día en la cola de la carnicería o la pescadería, aunque te vayan obligando a empotrarte contra el líneal, invadiendo la zona en la que aguardabas tu turno, tú que habías llegado antes. ¿Que si estás cogiendo yogures? Pues no tengo ganas de esperar a que termines y extiendo el brazo porque justo quiero llegar a los que tienes debajo, aunque haya tantos que podrían dar de merendar a medio supermercado. ¿Que en este pasillo ya hay varias personas? Pues donde caben tres, caben cuatro, que yo también necesito fideos. ¿Que la mascarilla es obligatoria? Claro que la llevo, aunque me sienta mejor con la nariz por fuera o por la barbilla, el caso es tenerla, que para eso es obligatorio.

Eso sí, hay dos momentos en los que la situación cambia radicalmente: al entrar y al salir del supermercado. La entrada sirve para hacer acopio de hidroalcohol y productos desinfectantes. La salida es momento para demostrar civismo y mantenernos separados de quien está pagando en la caja, aun cuando dentro haya sido, pensemos que de forma insconsciente, un acoso y derribo.

Después del enfado acumulado, ya con las compras guardadas, mi yo conciliador se empeña en ofrecerme una explicación. Nadie quiere un contagio, todo el mundo siente tu mismo miedo, solo que lo ha olvidado para poder seguir con su vida. Y aquí viene la rebelión. Todos queremos recuperar nuestra vida. Regresar a la cafetería sin que los músculos se tensen porque el de la mesa de al lado no deja de toser. Todos queremos pasear sin calcular la distancia a la que va a pasar quien viene en sentido contrario o pasear distraídamente entre las ofertas del supermercado. Todos queremos volver a ser los que éramos. Pero, por muchas que sean las ansias, la vida que conocíamos no va a regresar tan rápido.

Hace unos días contábamos los muertos por cientos. No pasaba en un país lejano. Los contagios crecían aquí mismo. Y entonces teníamos miedo y prudencia. Entonces la tensión en el exterior pesaba en el aire. Que podamos salir no significa que todo haya pasado. Ni muchísimo menos. Los datos son mejores porque hemos llevado la prudencia al extremo. Hemos hecho recular al enemigo, pero no lo hemos vencido. Sigue ahí fuera. No lo hemos espantado con los aplausos desde los balcones que nos henchían de orgullo por nuestros sanitarios, por aquellos cuyo trabajo impagable podemos tirar por tierra en poco tiempo si nos olvidamos de que la guerra continúa.

Estamos a la puerta del verano, de las vacaciones que parecen darnos derecho a todo. No es así. No podemos convertir a héroes en villanos ahora que la pandemia nos parece superada y que los médicos vuelven a velar por nuestra salud solo porque "es su obligación"; ni olvidarnos de que muchos se han quedado por el camino; que miles de los nuestros no volverán a sentir el sol en su cara ni a peinarse con la brisa del mar. Por favor, ejercitemos todos nuestra memoria de pez.

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