Leopoldo II de Bélgica no volverá a su pedestal. Las atrocidades cometidas en lo que se conoció como el Congo Belga mientras fue propiedad privada del monarca se saldaron con unos diez millones de muertos, estiman los expertos.

Estos días, viendo en los informativos estatuas pintarrajeada y derribadas, se cuelan en nuestra cotidianeidad retazos de la Historia que conviven con nosotros y no solo en forma de frías figuras plantadas en medio de una plaza. Grandes fortunas procedentes del tráfico de personas de siglos pasados siguen negociando y hemos de soportar con repugnancia la pervivencia de los comportamientos atávicos y criminales del supremacismo blanco.

Después de que en Bristol el recuerdo a un traficante de esclavos acabara en el río, en Londres y otras ciudades del Reino Unido van a revisar los homenajes a aquellos que, con los ingentes beneficios obtenidos con el comercio de personas, ejercían de buenos filántropos en territorio propio y se pagaban una presuntuosa inmortalidad de bronce.

En nuestros parques y avenidas algunos de nuestros esclavistas pasan inadvertidos. Enzarzados en la gestión de la crisis sanitaria, esas historias no parecen ir con nosotros. Pero el racismo también está aquí. En el trato a los que arriesgaron sus vidas para llegar a la idealizada Europa, ahora en Lleida recogiendo cerezas después de pasar por Almería. Sin papeles, cobrando una miseria y tirados por ahí porque nadie les quiere alquilar habitaciones, ni siquiera en hoteles sin huéspedes con la cuenta pagada por anticipado, como descubrió el futbolista Keita Baldé, de padres senegaleses, que intentó costear el alojamiento de 200 temporeros, sin éxito. Los propietarios prefieren pedir ayudas al estado.

Con mascarillas, miles de ciudadanos continúan protestando tras la muerte de George Floyd en Minneapolis. La vida de los negros importa, gritan y pintan en el asfalto. Un principio tan básico y tan tristemente despreciado por algunos, demasiados. Ni siquiera un eslogan creado para esta ocasión, ha habido muchas otras. Por desgracia, tampoco sorprendente. También hay que seguir gritando que la vida de las mujeres importa, no solo ante la violencia machista. Menos visible, la esclavitud sexual, la trata de mujeres, es uno de los negocios ilegales más lucrativos del planeta.

En Estados Unidos comienzan los movimientos para retirar símbolos. La presidenta de la Cámara de Representantes, la demócrata Nancy Pelosi, quiere sacar del Capitolio las estatuas de los militares confederados que luchaban por mantener el sistema esclavista en los Estados del Sur. Una mínima reparación a tanta injusticia y sufrimiento.

Sin embargo, el revisionismo histórico descarrila al meterse en la ficción y en el arte. Esclavos del quedar bien, HBO borra «Lo que el viento se llevó» de uno de sus catálogos. Una película de 1939, basada en la novela de la periodista Margaret Mitchell, ganadora del Pulitzer, escrita en 1929 imaginando la vida de la sureña Escarlata O´Hara entre 1861 y 1873.

Los inquisidores de lo correcto, a los que nadie ha elegido, se pondrían a destruir libros, cuadros, óperas, películas y cualquier obra en la que asomen acciones reprobables desde nuestra mirada actual. Se perdieron la clase en la que se explica que los productos culturales no pueden interpretarse sin tener en cuenta el contexto en el que se crearon o el que relatan. Todas esas obras que nada importan a los racistas.