Las escaladas del odio siguen su camino imparable. En las últimas semanas, hemos asistido a una espiral dialéctica sin precedentes en el Congreso de los Diputados. Tras años en los que los portavoces de los partidos de derechas han ganado el tétrico concurso por el insulto más afilado, y hemos visto como moneda de cambio corriente insultos gravísimos como golpista o fascista, ahora los partidos del gobierno se han sumado a la virulencia verbal, convirtiendo el Congreso en poco menos que un patio de colegio de infantil, en el que gana quien más grita. Un revolucionario tan insigne como Pablo Iglesias tiene el dudoso honor de haber convertido la condición de miembro del Gobierno en la del listo de la clase que puede decirle a otro de todo (como que quiere dar un golpe de Estado) desde su superioridad, y sin despeinarse. Al mismo tiempo, en Estados Unidos, Trump se presenta a las multitudes que marchan en la calle contra el racismo (o lo que sea contra lo que marchan) con la misma chulería que exhibe Iglesias en el Congreso.

Parecería por un momento que ser de derechas implica comportarse como Trump, y ser de izquierdas significa inevitablemente comportarse como Iglesias. Por eso, no es un mal momento para recordar ejemplos de líderes, de derechas e izquierdas, que han practicado una política distinta.

En la izquierda española, viene a la cabeza automáticamente la figura del recientemente fallecido Julio Anguita, el cual será siempre recordado por su oposición al PSOE de Felipe González: "hay que romper tabúes, decía Anguita, las siglas han muerto: lo importante son los programas". Por no hablar de Rubalcaba, quien se opuso encarnizadamente a las tesis independentistas, de quienes depende ahora el gobierno de España.

En la derecha americana, se podría citar a veteranos republicanos como el difunto John Mccain, Mitt Romney o el ex-secretario de Defensa James Mattis. Su orientación conservadora está fuera de toda duda. Sin embargo, los tres se han caracterizado por contrariar duramente a Trump. Romney fue el único republicano que votó a favor del impeachment al presidente, apelando a su conciencia y desmontando fríamente los argumentos presentados por la Casa Blanca; Mattis declaró recientemente que Trump era "el primer presidente que no trata de unirnos, ni siquiera disimula" (The Atlantic, 3 de junio). Por su parte, Mccain fue conocido por sus enfrentamientos con el presidente, el cual se burló de él en varias ocasiones por haber sido prisionero de guerra. En la visión de todos ellos late una misma idea: los principios, por delante del partido.

Todos los ejemplos que se pongan apuntan hacia lo mismo: los comportamientos indignos de referentes de la derecha como Trump, o de la izquierda, como Iglesias, no son debidos a su adscripción ideológica. Son debidos a la estrategia electoral (que, en estos momentos, siguen casi todos los partidos españoles) de provocar la indignación ciudadana contra el oponente político, de convertir al que opina distinto en malo. No es contenido ideológico lo que falta en nuestros líderes, sino dignidad.

Cabe preguntarse si es esta la política que queremos, o si preferimos una en la que nuestros representantes trabajen por nosotros, sin gritos ni insultos. Tras morir Anguita, Pedro J Ramírez describió con estas palabras su cordial relación con Adolfo Suárez: pese a las diferencias ideológicas, "en los dos latía un mismo sentido del patriotismo constitucional, una misma pasión por la política y un mismo repudio a la España retardataria y acomodaticia que se resistía al cambio." Quizás es eso lo que les falta a nuestros líderes, y lo que haríamos bien en exigirles: confiar en que los contrarios, pese a serlo, tienen en común con uno, al menos, la intención de trabajar por aquellos que les pagan el sueldo, es decir, sus señorías los ciudadanos.