No hay que pedir a la política lo que ésta no puede dar: una trascendencia. Algunos de nuestros coetáneos consideran que lo único que cabe es transformar los proyectos temporales en metas absolutas: sí o sí. Lo importante, entonces es el «agere» (hacer) que traspone el término griego de poiesis (fabricar): producir y consumir. La redención -que es búsqueda del paraíso- se torna en un activismo desbordante que nos lleva a subidones de adrenalina, ilusiones pasajeras, alegrías fatuas. Nuestro siglo ha pensado que lo fundamental es la transformación, convirtiendo la política en religión (¡olvidémonos del más allá y ocupémonos del más acá!). Una religión secularizada que inmola el futuro al presente. No exenta de dogmas, jerarquía, magisterio, sacerdotes, profetas, ritual, etc., y, por supuesto, herejes y apóstatas. Y esto sería pedir peras al olmo.

Confiamos en un paraíso terrenal en el que el tiempo se detiene, cuando en realidad todo envejece: lo que ayer fue progreso, hoy es una antigualla. Pensamos, es pura creencia petulante, estar -o parasitar- en una especie de foto fija, en una instantánea de eternidad. Y esto es un imposible: la misma experiencia personal nos hace -o debería hacernos- caer en la cuenta de que nuestra percepción es errónea. Basta con que pasen unos pocos años para comprobar que lo que fue ayer, ya no es; y no volverá a ser. Tempus fugit: el tiempo se fue. Lo temporal es, por su misma razón de efímero, un tránsito de un pasado hacia un futuro, siendo el presente un mero instante que, como el agua entre las manos, se nos escapa por entre los dedos: no podemos retenerlo.

Por eso, si cancelamos de nuestra vida la apertura al más allá, y solo nos quedamos con el más acá, toda nuestra aspiración se reduce a que esta vida perdure lo máximo posible y con la mayor abundancia de bienes que podamos acarrear. Es un trajín. Se nos pasa volando, angustiados por conseguir o retener lo logrado. Y lo más portentoso, lo que de más brillante hay en nuestra vida se oxida. Lo precioso se trabuca en tragedia, al comprobar el engaño producido por las mentiras de una falsa esperanza que carece de perspectiva más allá de mi vejez. Lo que entrevimos que debía ser el paraíso -un momento de exaltación amorosa- se quiebra, se troncha, cuando experimentamos que aquello que paladeamos con sabor de eternidad, porque nos dignificaba con un amor desinteresado y donal, se acabó. El amor se agosta y se agota. Y así, los más brillantes intentos de superación se marchitan con el tiempo: se tornan en vehículo para envilecernos como viejos resabiados.

Basta con que la política, y no es poco, ordene la vida civil y la convivencia, permita libertades públicas y garantice la paz y los derechos fundamentales. Y no pretenda fantasear con lo que no puede dar: quien intente asaltar el paraíso por la fuerza se encontrará con que al otro lado de la valla solo hay un abismo.