Alan Wolfe, profesor del Boston College, en su ensayo The Politics of Petulance, plantea que el núcleo de nuestro problema es que estamos atrapados en una era de inmadurez política, que no se basa en ninguna ideología, ni es una función de la edad o la educación. "En 2016, a muchos estadounidenses se les ofrecieron respuestas tentadoramente simples a problemas complicados, y, como los niños a los que se ofrece un almuerzo de Pop Rocks y una Coca-Cola, lo aceptaron de forma refleja y sin pensar".

El fenómeno de la arrogancia política, deshaciéndose de adultos en la habitación y con victorias inesperadas en las urnas, se inició en Inglaterra con el brexit y continúa, o sea, que hace metástasis. Los presuntuosos han demostrado, impertinentemente, que hay algo defectuoso en los electores y por tanto en las democracias.

Es como si existiera una proclividad autoritaria que lleva a los votantes hacia la demagogia pero después se arrepienten cuando es tarde, porque perdieron la libertad. Buena parte de nuestros conciudadanos, a sabiendas de quién le pone mantequilla al pan aceptan, ignoran o incluso alientan esos comportamientos, tanto de unos como de otros.

Lo malo es que la coincidencia de la petulancia y la soberbia forma un binomio inseparable y demoledor, como cuando se juntan el hambre con las ganas de comer.

En la dirigencia que ahora está rigiendo el mundo aflora orgullo, jactancia y desprecio por lo que puede ser diferente a lo que se piensa. De ahí que algunos gobernantes, cuando llegan al poder, no entienden que deben representar a la totalidad de la población y creen que el éxito radica en imperar solo para la cábala de aduladores que los aplauden, al calor del poder del monedero, desconociendo de paso las realidades y sentimientos del resto de los ciudadanos.

Esto contribuye a una polarización que termina estimulando el odio, atizando resentimientos y facilitando el naufragio. De ahí deriva la dificultad de confiar en el carácter, juicio y veracidad de "líderes" a los que aterroriza parecer débiles, y, probablemente, creen que los modales son cosa de otros.

El poder no es un juguete para la pubertad política de los gobernantes, cuya marca de la casa es empezar, impulsivamente, la conversación, lanzando una granada, clara señal de que no importa tanto el resultado como la actuación.

Aunque nada tiene consistencia propia y casi todo es inconmensurable y paradójico, quizás en este siglo tengamos que entender la democracia como existir en la contradicción, si bien, a veces, puede haber un mal necesario para avanzar.

Así, la revuelta global, tras el estrangulamiento de Lloyd, víctima propiciatoria, puede ser un catalizador que lleve, junto a la peregrina idea de usar tropas para "pacificar" los disturbios internos, a que el presidente pierda las elecciones, en lugar de las más de cien mil víctimas de la COVID-19.

En nuestro escenario próximo, la aprobación unánime del ingreso mínimo vital (IMV), el ajuste de cuentas pendiente en la crisis de las residencias y la desmilitarización de la Guardia Civil (GC) forman un conjunto de movimientos cuidadosamente calculados.

Después de que todos los partidos (con la abstención de Vox) hayan sacado adelante el IVM, los protagonistas de la hazaña se enorgullecen y lo ponen de ejemplo para legitimar el valor del Parlamento y la política. Pero es sabido que si no hubiera sido por el empeño de Podemos en el Consejo de Ministros, no habría salido adelante con estos números. Sin desdeñar que, al tratarse de un territorio peligroso, nadie ha querido quedarse rezagado y cargar con delaciones futuras.

En el asunto mayor de las residencias, competencia compartida por el mando único y las regiones, el modus operandi del vicepresidente del Gobierno que, amparándose en una afirmación petulante, no ha visitado ninguna, es exponente indicativo de que nunca ha estado realmente interesado en el busilis del proceso, con independencia de las responsabilidades de los más concernidos, que deberán ventilarse.

Digamos, de forma cautelar, que nada bueno cabe esperar, cuando un dirigente actúa más por su interés que por la cosa patriótica, aunque también quepa reseñar que las habilidades de orfebre han sido evidentes.

En ocasiones el guion tiene que ver más con el cumplimiento de un pagaré que con la simpleza. Eso parece ocurrir con "la purga del coronel" y la desmilitarización de la GC.

El "caso Pérez de los Cobos" ha provocado la mayor crisis institucional en el Cuerpo desde la época de Luis Roldán, primer director general no militar que protagonizó un escándalo de época.

El vicepresidente, actuando como secretario general del partido, ha reabierto en sede gubernativa el debate sobre la naturaleza militar de la GC.

A estas urgencias sobre el carácter del Cuerpo hay que añadir las reformas que los guardias esperan en relación con su vida profesional, social y económica, la jornada laboral digna que permita la conciliación de la vida laboral y familiar y una atenuación del excesivo uso que actualmente se hace del régimen disciplinario.

La Constitución, que no es un diccionario, recoge ambas posibilidades: una GC de carácter militar o civil. Los constituyentes quisieron ofrecer al legislativo la posibilidad de configurar las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad como mejor juzgaran los gobiernos sucesivos. Por lo tanto, cualquier cambio en este sentido no requiere una modificación constitucional, sólo legislativa.

Existe una división latente entre quienes quieren acabar con una tradición arraigada, desnaturalizando la institución más valorada por los ciudadanos, y los que se oponen a que deje ser lo que ha sido hasta ahora, mediante su integración en otro cuerpo policial.

Con algunas cuestiones pendientes: ¿cuáles serían las consecuencias reales de desmilitarizarla? ¿Qué perdería la ciudadanía? ¿Qué ganan o pierden sus integrantes? ¿Serán menos eficaces o menos independientes?

Un cambio de este calibre no se puede imponer mediante hechos consumados o la fría aritmética parlamentaria, con el riesgo de quiebra de la paz social. Hay que disfrutar de la calma mientras la tengamos.

La reforma de la Constitución no cuenta con un grado necesario de consenso, como fue el caso en el 78. Es impensable resolver cuestiones nucleares pendientes, a la espera de que se avance en lograr un umbral de consenso superior. Las condiciones ahora no se dan.

Sin rastro de petulancia en sus palabras, Josep Tarradellas, catalán y español, dejó dicho: «El grito, la reivindicación fuera de lugar y fuera de tiempo, la autosuficiencia que lleva al aislamiento, son por desgracia constantes políticas. Negociar pensando que el interlocutor no tiene ninguna razón y que nos ha de dar todo lo que queremos, es la negación misma del principio de negociación».