Este es el título de una obra de Galbraith que me gusta citar al alumnado por el error con que la adquirí al verla en un escaparate en época en que la corrupción en España invadía todo debate público. Me equivoqué, no habla el autor de fraudes justiciables como yo esperaba sino de algo que con el paso del tiempo he podido comprobar con estupor que se nos aplica en forma impenitente (no sé si voluntariamente o no).

Fraude inocente es aquel que no podemos reprochar a nadie porque dejamos que nos envuelva participando en su difusión. Es no llamar a las cosas por su nombre (por buenismo, que no es simple eufemismo) o por intención de algunos de cambiar la visión de la realidad y, con el tiempo, no sé si la realidad misma.

Ya hace algún tiempo que me sorprendió el uso en España (y en especial en una de sus Comunidades Autónomas) como adjetivo de lo que solo puede ser sustantivo: de soberanismo se hablaba entonces, cuando solo cabe la soberanía, o ella o su inexistencia sin medianías. Con mucho mayor aval, y hasta auspicios de la UE, se introdujo también gobernanza que nunca supe si estaba más cerca de gobernación coordinada o del deseado buen gobierno€ Mi proximidad con jóvenes e intrépidos investigadores siempre me ha tenido muy informada de estas nuevas vías que se les abrían en sus inquietudes de investigación, menos tradicionales que las mías; pero siempre he dudado de que se pueda hacer ciencia alguna con tan cambiantes reglas, modas y líneas de trabajo que no resisten siquiera una legislatura entera.

Cuando llegó la sostenibilidad me cautivó. Por fin íbamos a ser solidarios con las futuras generaciones, ya que tanto heredamos de las precedentes, pensé que había llegado el momento de guardar algo para mañana y no seguir tomándonos el mundo como un huevo que se toma con un solo sorbo. Sí, alguna política pudo intentarse, pero ni la sostenibilidad llegaba a la mentalidad ciudadana, ni los modos de hacer política cambiaban, más allá de los continuos encuentros de todo nivel que siempre animan la movilidad y quién sabe si (mal que pese al ministro de consumo) también el turismo. Sostenible, sostenible, la verdad, no sé qué pueda haber en las últimas décadas, incapaces siquiera de frenar algo tan simple como el plástico que ahora, para colmo, ha venido a agravarse con la gestión del coronavirus.

Pronto llegaría la transparencia, trasunto de un derecho tan viejo como yo (más, en realidad, aunque cuidadosamente ignorado) al que dediqué mi primer libro, aun en el viejo régimen, el derecho a estar informados de todo lo que nos concierne, y por consiguiente, como ciudadanos, de toda verdad (o casi) pública; se hacía por fin este derecho merecedor del papel crucial que yo le atribuía en 1973. Otra alegría; sí que vamos avanzando. Y de nuevo, órganos de control, Comisiones, Comités y congresos€ Y en la era de la transparencia nos llegó la pandemia y la transparencia brilló por su ausencia hasta el punto de siquiera saber informar de la cifra de víctimas mortales. Pero también con ella, ya que estábamos embozados en nuestras mascarillas con el pánico lógico de tan grave situación, se puso en marcha la máquina de fraudes inocentes y/o «palabros» entre los que destaca la desescalada. ¿Pero acaso hemos escalado?

Este es, sin duda alguna, el mejor ejemplo de la pasividad ciudadana y de la indiferencia del español ante su propio patrimonio por el que debería luchar. No se olvide la fuerza de nuestra lengua, su difusión en el mundo, y la riqueza que la caracteriza. ¿Acaso carecemos de términos ajustados al hecho de desconfinar progresivamente? La cuestión tiene algo de adanismo, que comporta la convicción de que nada de lo pasado vale nada, porque solo es valioso lo que ahora inventamos, aunque ello suponga ignorar de dónde venimos y a quienes debemos lo que somos. Solo así se entiende el empeño de hacer una nueva normalidad. ¿Cómo puede ser nueva o vieja la normalidad si justamente ella es la constante, la regla, lo ordinario? Bastaría con volver a la normalidad pero parece que se trata de algo que nuestros nuevos maestros no alcanzan a entender, o que entienden, pero no desean.

Así, inocentemente, vamos derivando hacia nuevas formas del lenguaje y de la vida que tal vez a los más mayores les llame la atención y les sorprenda; pero esto tiene arreglo con el paso de unos pocos años. Para los jóvenes no será tan extraño pues va calando como en su día calaron tantas expresiones del argot juvenil que sin embargo han ido pasando, y cambiando. Pero vuelvo a la cuestión: los ejemplos puestos no son argot juvenil, son presagio de nuevos tiempos que, por ello, se nos deben explicar bien para que optemos y opinemos (¡pobre transparencia!!!). Y si no es para cambiar radicalmente nada ¿qué necesidad hay de inventar vocablos cuando los conocidos son claros y proceden de nuestros mayores? Si no es así, ¿no puede ocurrir aquello de que a rio revuelto ganancia de pescadores? Pues ni siquiera así lo entiendo.