La Iglesia ha tenido en sus altares santos doctos y analfabetos. Pobretones que iban por puertas con hábito no carecían de mérito ni de buena cabeza, aunque fueran llevados después a los altares. Pero doctos teólogos que explicaran al propio Dios como forma de vida y de muerte nunca faltaron. Los púlpitos del pasado no carecieron jamás de retóricos predicadores. Todo lo contrario: además de buenos actores llegaron a ser como el mismo San Vicente Ferrer, tan valenciano, un prodigio de oratoria. Y cada uno de ellos pasó de la tierra al cielo para que los fieles devotos siguieran su trayectoria. Pero, humildades devotas y teología aparte, cada uno en su elocuencia de deshacía del demonio en cuanto podía, quizá incluso le divirtiera la risa satánica, y trataba de que los fieles se acercaran mejor al Padre Eterno que al enredador Satanás. Satanás daba miedo, pero quizá por ello, teatralmente, resultaba divertido. También es verdad que la Iglesia se ha aprovechado algo del diablo para materias de negocios, convenientes o no, en los que quizá Satanás empezara a verse comprometido en las monedas. Pero no así en materia sexual entre ellos y ellas y ellas y ellos en los que quizá no es que se divirtiera sino que incluso es posible que se entendiera con Dios. Bien es verdad que ni Dios ni el diablo han llegado a comprometerse con demasiadas felonías. Tal vez porque el uno y el otro se han repartido el agua y el fuego o el sol y la luna. Pero puede que el diablo sea más agresivo con la guerra y la pandemia, como si fuera su gestor, y Dios un árbitro. Franco fue un gran criminal y tuvo al demonio en su alma, pero llegó a entender al demonio como un Dios y se entregó a la iglesia demoníaca. Bajo palio llevaron los devotos obispos al criminal dictador y no se tardó mucho en evocar a Franco, hijo sin duda del crimen del pecado, en la permanente oración de las misas, una vez muerto. Nadie rezó mejor por aquel dictador que un sacerdote valenciano, obispo luego, arzobispo también, y al final pequeño cardenal de la iglesia romana donde no le faltaba acoger lo mismo el pecado que el negocio. Una vicepresidenta valenciana, de normal y elegante atavío, contempló a su Eminencia en el ropaje. Pero fueron los más ilustres cardenales de aquella tarde de fiesta los que la miraron con risas como a una cardenala. No sé si la cardenala miró con gusto al bajito eclesiástico o lo escuchó alguna vez decir que alertaba sobre el peligro que corre España con ese virus. Pero tan pronto llegó el Papa Francisco, se lo quitó de encima y lo devolvió de Roma a Valencia para que bendijera a los corruptos con los que llegaría a entenderse. Los putrefactos comulgan con mucha naturalidad, incluso desde las cárceles. Pero ahora don Antonio, en su ignorancia eclesial, se centra en el coronavirus, que es para él, en su falta de talento, una vacuna que se fabrica a base de células abortivas y es don del diablo. Dice él que dice la verdad cuando alerta sobre el peligro que corre España. Tiene razón: él mismo es un peligro. Pero no creo que España se moleste en la mentira sobre el peligro que corre Cañizares en la noche que le falta de aquí al día. Creo que Francisco, Papa, pasa lista.