Tal día como hoy, pero hace 150 años, se aprobó con carácter provisional la Ley que regula esta medida extraordinaria del indulto y que bien merece una renovación.

Tan necesario como polémico. El último revuelo que ha generado, precisamente en tiempos de confinamiento y pandemia, ha sido que el Gobierno retomara su administración en el marco de una interrupción masiva de plazos administrativos. Indultos de Semana Santa, de nuevo milenio (en el año 2.000 se indultó en España a 1.400 reos en un mismo día), de izquierdas y de derechas, de kamikazes, de alcaldes y de narcotraficantes. El perdón institucional (de la pena, que no del delito) siempre ha sido controvertido.

Séneca, poco propenso a perdonar, escribió: «La clemencia tiene libre albedrío: no juzga por fórmulas, sino por el bien y la equidad. [€]Al obrar de esta manera no pretende anular la justicia, sino que sus sentencias se ciñan a lo más justo. Ahora bien, perdonar es no castigar lo que se juzga perdonable. Perdón es remisión del castigo debido».

Hoy cumple 150 años una de las leyes más antiguas de nuestra legislación, la que establece las reglas para el ejercicio de la gracia de indulto, aprobada en el año 1870, en una época en la que el Ministerio de Justicia aún se llamaba «Ministerio de Gracia y Justicia», y en la que, en el Código Penal aprobado ese mismo año, estaba plenamente vigente la pena de muerte -»se ejecutará en garrote sobre un tablado»- y estaba previsto como delito el adulterio («la mujer casada que yace con varón que no sea su marido y el que yace con ella, sabiendo que es casada»).

Montero Ríos, entonces ministro, tuvo a bien recordarnos en la exposición de motivos de esta Ley (tan importante es el qué como el porqué) el papel fundamental de los Juzgados en su concesión. Si bien el indulto es uno de esos mecanismos que permite que los poderes del Estado se controlen y moderen los unos a los otros, la ligereza con que se han concedido algunas gracias pone en entredicho su actual regulación.

Esa dinámica de poderes, en la que los partidos políticos avasallan al judicial, y en concreto sobre la adopción de estas medidas de gracia, solo se vio -afortunadamente- alterada en el año 2013, cuando el Tribunal Supremo, en decisión muy ajustada, y de forma inusitada, corrigió al Gobierno, y declaró nulo un indulto parcial por arbitrario que no tuvo en consideración ninguno de los informes -en contra de su concesión- emitidos por el Ministerio Fiscal y la Audiencia Provincial de Valencia que enjuició y condenó al reo. Lo cierto es que únicamente se han podido anular unos pocos indultos por errores procedimentales o de forma, pues no cabe una revisión de los motivos y razones para concederlo.

Con nuestra anciana Ley en la mano, estos informes no son vinculantes para conceder el indulto parcial. Y desde su reforma en 1988, el Consejo de Ministros ni tan siquiera tiene la obligación de expresar los motivos que le han llevado a desdecir a un Tribunal.

Aunque desde 2007 se observa una tendencia a la baja respecto al número de indultos concedidos, se hace preciso que los indultos vuelvan a otorgarse de forma motivada (tal y como establecía originariamente la Ley), y que se derogue el precepto (artículo 29) que permite conceder indulto sin escuchar a los Tribunales en determinados delitos. También debería establecerse un nuevo mecanismo que asegure la razonabilidad y equidad de una medida tan extraordinaria, como, por ejemplo, la intervención de un gabinete o equipo psicotécnico que evalúe las circunstancias personales del condenado y valore «las pruebas o indicios de su arrepentimiento que se hubiesen observado», así como sus posibilidades de reinserción. Ello, de una forma similar a la que ya observamos en los Juzgados de Menores (cuya creación debemos precisamente a un hijo de Montero Ríos).

El perdón supone omitir una consecuencia dada, pero lo que no puede omitirse, es ser consecuente al darlo.