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La ventana

Al hospital de cabeza

Se acerca por casa una pareja que forma parte de nuestra vida. Al terminar con lo divino y lo humano, él desenfunda un aparatito de esos que toman la frecuencia cardiaca puesto que es un enfermo de lo último de Amazon quien llama a su puerta más que Avon cuando la casa de cosméticos se repartía el machaque con las firmas del Círculo de Lectores. Total que, al final de la ronda, pongo los deditos y certifica que estoy con una arritmia de manual. El gachó se despide dejando el pedeefe con la media docena de gráficos de barras tras meterse por el cuerpo una ración completa de boquerones.

Tiempo atrás ya me trató de una descompensación que hasta hoy soy incapaz de detectar uno de los mejores especialistas cuyo diagnóstico y envasado me tranquilizaron. Se jubiló en plena forma y siempre albergué dudas sobre si la obra de Boris Johnson que le regalé en agradecimiento habría sido determinantes en su salida. A la mañana siguiente los míos me empujan a urgencias. Detecto que la frecuencia de paso se recupera y compruebo que las medidas de precaución se aplican con sumo rigor. Alguien me saluda desde la sala de espera y, tras la mascarilla, está el compañero de fatigas de un artista de esta tierra que habita en la espesa bruma provocada por la demencia senil y cuya contemplación provoca un golpe mucho más severo que lo que puedan radiografiarme desde cardiología. El acompañante alude a la falta de control y atención que prestan en la residencia por la que sueltan una pasta y clama porque de una puñetera vez algún gobierno ponga orden en el desbarajuste. Prefiero no trasladarle mi sensación y la ternura del beso entre ellos antes del adiós deja el corazón bien provisto.

Conocedores de que me quedan unas horas allí clavado, recibo mensajes de ánimo como el de que estoy bien acompañado por Woody. «Pero ayuda poco», respondo. «Es más hipocondríaco todavía y además se me empañan las gafas». Lo único que puedo decir es que fue un honor estar en manos del personal que atiende.

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