Se lo llevó hace ahora un siglo la gran pandemia, esa que se llamó la gripe española. Moría el 14 de junio de 1920, con solo 54 años. Otros dijeron que murió de vergüenza, tras regresar de las negociaciones en Versalles, en las que la Alemania democrática fue humillada y herida. En todo caso, mientras estaba enfermo dominado por la fiebre, no quería oír nada de política, a pesar de que había aspirado a una plaza de diputado por el Partido Democrático en el primer Reichtag que debía impulsar la Constitución de Weimar. Quedó descabalgado por maniobras de los que él llamaba «Brotpolitikers», políticos alimenticios, los que se ganan el pan en el cargo. No los despreciaba. Al contrario, creía que eran necesarios. Empleó este concepto del dramaturgo Schiller para identificar al tipo de actor político que es necesario para la maquinaria de partido. También los había entre los científicos y artistas. Lo peligroso no es que existan. Lo fatídico es que impidan la existencia de los otros, los imprescindibles, los políticos responsables.

Si hemos de creer a Marianne, su compañera, Max Weber habría albergado la secreta aspiración de presidir la República. Es probable que hubiera soñado con ello en sus atormentadas noches de insomnio. Cuando miramos sus fotos de 1917 descubrimos las ojeras de lector impenitente en las que anida una mirada imponente. La barba densa, afilada, traza una línea con las orejas que le ofrecen un aspecto fáustico, de una fuerza contenida y tensa. En otra, que aparece tocado con un elegante sombrero, muestra el rostro cincelado, agudo, en el que la nariz y la punta férrea de la barba parecen querer clavarse allí donde la mirada se dirige concentrada. Su aspecto siempre fue hercúleo y su personalidad arrolladora, quijotesca. Podía ir a la política con la misma pasión con que defendía a la compañera de Otto Gross, una vez muerto este, porque su padre se negaba a reconocer al hijo de la pareja. O con la pasión con que se enfrentó ni más ni menos que al general Ludendorf, el número dos del mariscal Hindenburg.

Cuando apreciamos que en vida solo publicó el primer volumen de sus «Ensayos sobre Sociología de la Religión» y apenas dejó preparada la primera parte de «Economía y Sociedad», nos asombra que su obra completa llene más de treinta gruesos volúmenes. Ese trabajo increíble, continuado, tan atormentado como su prosa, brotaba de su aspiración más profunda. De su increíble influencia nos podemos formar una idea cuando recordamos que sólo estuvo en activo en la cátedra unos años, pues su sentido de la dignidad lo llevó a pedir el retiro sin pensión cuando su enfermedad ya le impedía dar clases. El magnetismo de su obra y de su personalidad superaron esta circunstancia trágica. Aún en esas duras circunstancias, fue el pensador más influyente de Alemania en vida. Todos querían pasar por las veladas que el matrimonio Weber organizaba en su casa de Heidelberg sobre el Neckar, y nadie que significara algo en las ciencias humanas y sociales de su época dejó de probar el jamón y el borgoña que acompañaba las discusiones.

Marcado por la impronta de Marx y de Nietzsche, podemos entender su obra como una crítica conjunta y simultánea de los dos. De un mismo tajo podía desestabilizar los presupuestos fundamentales de uno y de otro, esos fantasmas teóricos de la acumulación originaria y de la época trágica de los griegos; o el carácter determinante de la estructura productiva sobre el mundo de la ideología y de la cultura, por el lado de Marx, y la centralidad del resentimiento en el origen del espíritu religioso judío, por el lado de Nietzsche. Tanto como Freud, con quien tiene cierta afinidad, sabía lo que significaba ser algo en aquella época marcada por los dos gigantes, pero su libertad no conoció limites a la hora de discutir con ellos. Que la academia no lo pusiera a la altura filosófica de ambos, es una de las mayores tragedias del pensamiento reciente, sencillamente porque su espíritu es una espina en la garganta de todo discurso ensimismado, una garantía para que la filosofía no se separe del mundo.

Todo eso brotaba de un fondo que albergaba una poderosa fuerza. Cuando Stefan Zweig publicó el libro «La curación por el espíritu», deseaba popularizar determinados métodos de alcanzar la salud psíquica. Un hilo conductor une ese libro con el otro suyo de «La lucha contra el demonio», el trabajo que dedicó a los considerados los tres grandes locos de Alemania del siglo XIX, Höderlin, Kleist y Nietzsche. Ese hilo conductor es desde luego Freud, a quien Zweig dedicó el segundo libro y el capítulo final del primero. Era el tono de una época atormentada por la «Nerviosität», la neurastenia general. Weber la padeció de forma extrema, desde luego, y el mayor orgullo de su vida consistió en haberla vencido. Él había triunfado donde Nietzsche había sucumbido. Ese sentimiento heroico de triunfo sobre el demonio interior le permitió pronunciar esa frase dura, altiva, con la que calificó a Nietzsche de pequeño burgués. Por supuesto, sólo el espíritu vencía. Por eso despreciaba a los especialistas que carecían de él, tanto como a los estetas sin corazón, esos literatos diletantes e irresponsables. Pero no bastaba con el espíritu para curarse.

Lo que curaba de verdad era el espíritu que te arrastraba con su pasión. Y por ella se dejó orientar Weber, lo que le permitió atravesar los desiertos de la vida, recuperar su salud y entregarse a un trabajo infatigable. Aunque Weber podía ir con pasión a la política, era evidente que la política no era su pasión. Todo aquello por lo que podía pelear en ese ámbito se derivaba de lo que conocía de ella. No cabe duda de que su pasión era conocer. ¡Y de qué manera!

Una vez dijo que había dos tipos de talentos, los que tienen hambre de hechos y los que tienen hambre de conceptos. Él siempre tenía hambre voraz de ambas cosas y, como buen kantiano, sabía que la una no alimenta sin la otra. Nunca se sació. Desde la emergencia humanizadora del tabú hasta las grandes religiones mundiales, desde la técnica del mago hasta la noche polar del capitalismo técnico que nos espera, pasando por todos los tipos y formas sociales, por todas las maneras de dar y de producir obediencia, por todas las formas económicas y por todas las bases culturales, todo lo estudió. Si tuviera que definir su pasión diría esto: Weber aspiró a preservar la prodigiosa y rica memoria de lo humano. Y lo logró.