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A vuelapluma

Alfons Garcia

Democracia particular

Al lado de mi cama de niño recuerdo una pila de libros sobre una mesa frágil: una biblia infantil de llamativas tapas fucsia, cuatro o cinco novelas de Los cinco, algunas de Los tres investigadores de Hitchcock, La isla del tesoro, Los hijos del capitán Grant, Veinte mil leguas de viaje submarino, Sandokán, Lawrence de Arabia y Moby Dick en una versión juvenil. Siempre Moby Dick y casi todo, advierto ahora, aventuras alrededor del mar. No evitaron que en mi primer viaje a Mallorca el camarote diera vueltas desde el primer al último minuto, pero me dejaron la admiración por esos seres silenciosos capaces de leer vientos, nubes y estrellas y orientarse solos en la inmensidad del mar.

Aquella biblioteca mínima de relecturas periódicas de los mismos libros se amplió después con las novelas desgastadas por su uso que alquilaban en el quiosco. Por entonces ya me atrevía a entrar en la biblioteca del pueblo, un primer piso cubierto de madera vieja y crujiente que delataba cada movimiento, guardado por un cancerbero hostil que olía a nicotina y loción Floyd. El lugar tenía el encanto de lo inamovible, del tiempo detenido con una capa de polvo, pero te quedaba claro enseguida que los jovenzuelos no eran bienvenidos en el templo de los volúmenes con lomos de cuero guardados en vitrinas bajo llave. Preguntar era misión de valientes y uno, pese a las lecturas de Verne y la admiración por Ahab, ya empezaba a entender la distancia entre la realidad y el deseo.

La democracia para mí (el tiempo emocional no suele coincidir con los tiempos históricos) es un edificio nuevo y luminoso abierto a un antiguo campo de naranjas y acequias, una casa de la cultura con estanterías abiertas, pasillos espaciosos y muebles funcionales y claros. Mi democracia es La fuente de la edad, No emprenyeu el comissari, El invierno en Lisboa, Catedral, La ciudad y los perros, Los alegres muchachos de Atzavara, El Sur, Crónica de una muerte anunciada, La conjura de los necios o El misterio de la cripta embrujada. Mi Transición es la sonrisa de la joven bibliotecaria cada vez que te llevabas un libro y rellenabas la ficha. Mi democracia fue también la revolución del videoclub, la emoción de llevarte a cien metros de casa una caja con Los Goonies, Indiana Jones, Manhattan, Cuando Harry encontró a Sally, Cinema Paradiso, El padrino o Blade Runner y el arrebato cuando encontrabas una copia del último estreno con el cartón que la señalaba como disponible.

Muchas cosas cambiaron en el tránsito acelerado hacia la vida moderna, pero de aquella pequeña biblia fucsia que abría en esos largos veranos de la infancia, cansado de releer la pequeña biblioteca de niño, tengo el recuerdo de un lugar más amable y acogedor que el que propone el último cardenal que nos tocó en suerte, que nunca fue mucha en estas cuestiones. De aquel país donde la violencia machista eran crímenes pasionales y donde el fenómeno migratorio no eran las pateras ni los aquarius, sino los vecinos que se iban cada septiembre a malvivir en la vendimia francesa, queda poco por fortuna. De aquel lugar donde no era fácil ser valenciano (algo menos que hoy), quedan unos cuantos obispos y curas, casi conmovedores en su empeño por aferrarse al pasado desde el púlpito y demostrar un pequeño poder que produce más risa que temor. Queda una identidad común difusa. O confusa, difícil de ensamblar en algo coherente. Han pasado décadas, un cambio de milenio, gobiernos de distinto color y pelaje moral; han reflotado estrategias de la mentira y el odio que parecían cautivas y derrotadas y demasiados políticos continúan buscando aún agua en el pozo del conflicto lingüístico a base de denuncias y sentencias. Lo que sale de él es un líquido turbio que no sirve ya como espejo y proyecta una imagen borrosa y deformada de una sociedad que ha intentado seguir hacia adelante sin entender antes si es algo más que un colectivo dispar e irreconciliable.

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