Me comentan que, durante las semanas de confinamiento, algunas personas han caído en la cuenta, después de residir años, de que en su casa no entra el sol. Claro, alguna gente hace vida en la calle y no pasa las horas diurnas en su casa. Quizá compraron la vivienda sin atender a esa cuestión tan primordial para valorarla. Quizá se proyectó sin contemplar debidamente las horas de sol que disfrutaría cada piso, aunque la orientación y la luz natural son un punto de partida de la buena arquitectura.

Otras personas han descubierto el valor de las terrazas y los balcones, que permiten disponer de un espacio al aire libre, mejor soleamiento, buena ventilación y tener plantas. En muchos casos, a lo largo de los años se han ido cerrando terrazas, afeando los edificios y restando posibilidades de vida sana. Quizá algunos residentes piensen ahora en revertir esa situación.

Un mercado ineficiente

Hay también gente que ha añorado una vivienda de mayor tamaño y poder tener una habitación propia si la familia es grande (o poder caminar haciendo algunos kilómetros por el interior cuando no puedes salir a la calle). Quienes residen en viviendas insuficientes de espacio y mal construidas o deterioradas han pasado hacinados esos días. Quizá por esa razón resultó económica su compra o alquiler y en realidad viven mal habitualmente. El derecho a la vivienda no es solo dormir bajo techo, es habitar en condiciones de dignidad. El mercado no contempla la necesidad de viviendas asequibles y las políticas públicas no alcanzan. Mercantilizar la vivienda genera estos problemas.

Por otro lado, personas jóvenes y mayores recordaron su aspiración a poder vivir independientes en apartamentos pequeños que no pudieron alquilar o comprar por razones económicas. Aquí aparece otro problema: el mercado es de nuevo ineficiente para producir viviendas de distinto tamaño y cubrir las necesidades variadas de la población. Hay personas jóvenes que los necesitan, pero también muchas personas mayores que están en condiciones de vivir solas y lo preferirían.

Las residencias de mayores, desgraciadamente, están en el candelero estos días. El análisis de por qué se convirtieron en un negocio, por qué no están debidamente acondicionadas o cómo administraciones públicas han podido hacer dejación de sus obligaciones, tendrán que realizarlo profesionales y ciudadanos que conocen la cuestión. Solo pretendo plantear una pregunta previa: ¿acabar en una residencia es siempre lo mejor? ¿Nos hemos preguntado si es eso lo que desean las personas mayores? Sus respuestas son variadas. Vivir con los hijos, o cerca de ellos, es la opción querida por muchos, lo que no siempre es posible por las condiciones personales y habitacionales de sus familiares. Hay también mayores que, mientras físicamente puedan, desearían vivir solos, sin molestar a nadie, para lo que se necesitarían apartamentos adecuados, hoy por hoy prácticamente inexistentes (o inasequibles de precio). En fin, según cómo, para otros las residencias son una solución satisfactoria.

Parece haber una coincidencia muy grande: la gente mayor prefiere vivir en el barrio o municipio donde ha residido siempre. Conocen a los vecinos, tienen sus amistades y su ambiente, saldrán a la calle con tranquilidad, en una mayoría de casos estarán cerca de sus hijos. Psicológicamente, afectivamente, es lo más adecuado. ¿Por qué residencias en las afueras? ¿Por qué muchos mayores acaban en residencias localizadas donde no quisieran vivir, incluso estando bien atendidos? Curiosamente, algunas se han instalado en las periferias, en lugares vecinos de almacenes de materiales de derribo o cementerios de coches...

Propuestas para una reflexión

Imaginemos ahora que los mayores pudieran optar a su solución preferida y más conveniente a su estado. Que existiesen fincas con apartamentos cómodos y adecuados a sus necesidades, combinados con viviendas más grandes, pudiendo convivir así con familias jóvenes. Que en determinados casos sus hijos viviesen en otra vivienda del mismo inmueble. Que las residencias de ancianos pasaran a ser consideradas equipamientos públicos por los ayuntamientos y que, quienes han vivido en el municipio, puedan habitar en su barrio hasta el fin de sus días. Que los edificios nuevos que se proyecten incluyan obligatoriamente tipos varios de viviendas, entre ellas apartamentos de uso versátil. Que un tipo de residencias para mayores sean esas construcciones de convivencia con gente joven. Que se construya pensando en las posibles necesidades de ancianos y niños, de hombres y mujeres, no solo en quienes tienen dinero para comprar cualquier cosa. Que en sus barrios todos puedan disfrutar de espacios públicos verdes donde poder caminar o sentarse, jugar o correr, complementos imprescindibles de viviendas y residencias€ No son ideas nuevas (un ejemplo: el Edificio Intergeneracional de la Plaza de América de Alacant inaugurado por el ayuntamiento en 2009), solo indican unas demandas sociales pésimamente atendidas.

Con la pandemia vuelven a plantearse antiguos problemas residenciales. Conviene debatirlos de nuevo a la luz de esta terrible experiencia, para resolver tanto la falta de viviendas asequibles, dignas y soleadas, como el grave problema residencial de los mayores, tremenda injusticia con quienes han mantenido en pie la sociedad hasta hace poco tiempo y son un caudal de experiencias y afectos.