Inhalar vapores químicos para desinfectarse; denunciar vacunas con nanobots controlados por 5G que nos leen el cerebro, creaciones de photoshop que pasan por reales...

Junto a la pandemia del maldito coronavirus estos meses hemos sido testigos también de una plaga de bulos, mentiras y medias verdades que han inundado las redes. Saltando de pantalla a pantalla las noticias falsas han complicado más la ya de por sí grave situación y han generado un extra de crispación social y problemas de salud añadidos para algunas de sus víctimas.

Tan contagiosa o más que el covid-19, la epidemia de «fake news» sobre el virus (falsos remedios, conspiraciones, revelaciones...) ha consolidado el neologismo «infodemia» con que la OMS define esta intoxicación informativa masiva sin precedentes tan viral como el bicho. Si el coronavirus se contagia exponencialmente con gotitas al hablar, los bulos se escampan velozmente cada vez que un cuñado, una amiga, o el compi del curro las reenvía a un grupo de whatsapp o un muro de Facebook.

El fenómeno no es nuevo. En los últimos años se ha convertido en una letal arma de destrucción política en manos, especialmente, de la ultraderecha. Lo vimos en el Brexit, con Bolsonaro, y también con Trump. La «infoxicación» política no solo genera consecuencias electorales sino también altercados, boicots y hasta agresiones, como relata el interesante documental «Posverdad», disponible en una popular plataforma de contenidos.

No hace falta irse muy lejos, ni referenciar grandes conspiraciones. Esto funciona aún mejor con lo cotidiano y próximo, especialmente si toca la fibra. Los bulos están al girar la esquina. Y funcionan, créanme. Aunque pueda parecer absurdo, en València se habló de prohibición de caramelos en la cabalgata de Reyes y de mascletás y ofrendas suprimidas en Fallas y hubo que desmentirlo ante quien quiso creerlo.

Hace ya algún tiempo que España entera se levantó hablando de un perro, Ricky Martin y un bote de mermelada (o fuagrás) que nunca coexistieron a pesar de que internet no era lo que ahora es. Y es que, aunque se apunte a las redes como culpables y plataformas como Whatsapp y Facebook den (muy tímidos) pasos para dificultar su propagación, la principal tecnología aliada de los bulos -bots aparte- es humana y viene de serie en nuestro cerebro.

Lo sabe la neurolingüística que trata de explicar -obviamente mejor que este artículo- cómo actuan estas intoxicaciones sobre nuestras mentes, activando ideas prefijadas y prejuicios inconscientes que dan por bueno lo que a nuestros propios marcos mentales les conviene para justificar su existencia.

Nos enseñan que creemos lo que nuestro cerebro quiere creer y eso explica que una «fake new» parezca verosímil sin ser contrastada. Si la información es contraria a nuestras ideas prefijadas ésta rebota en un muro de autodefensa que nos evita modificarlas. Si confirman nuestros pensamientos, aun siendo falsas, tienen pase VIP y directo a un cerebro que las saluda entusiasmado como diciendo: ¿Lo ves? ¡Ya lo sabía!

Obviamente, todos somos potencialmente víctimas, pero como tenemos ideas diferentes, mientras a uno le puede parecer verosímil que la izquierda se cargue las tradiciones y difunda aquellas fake que puedan confirmarlo, otros verán palos de golf en las protestas de un barrio pijo de Madrid donde solo había una escoba.

Verdadero o falso, lo que prima nuestro cerebro es que la información encaje. Si contribuimos a la difusión de bulos es porque lo que nos presentan es lo que inconscientemente esperamos que pase anteponiendo la percepción a la realidad, una vez más.

El investigador norteamericano George Lakoff, (crítico con el pasotismo progresista hacia el tema) en su imprescindible «No pienses en un elefante» afirma que los «frames» mentales son tan potentes que su negación los refuerza. Pensamos en el paquidermo cuando se nos pide que no lo hagamos. Como alternativa a atacar/reforzar una idea, Lakoff nos proponer regar otra diferente para que le haga sombra.

Pero aunque hablemos de neuronas, si los bulos funcionan es porque afectan a unos sentimientos por definición irracionales. Cuanto más tocan la patata (o las vísceras) más efectivas son y más virales se hacen. Sobra con un garbeo por las redes para comprobar su omnipresencia, videos de gatetes aparte.

Por eso estas mentiras usadas en la guerra sucia política suelen estar centradas en crear desinformación, indignación e incluso odio en las arenas movedizas de lo más emocional y sensible. La religión, las tradiciones, la sexualidad, la identidad nacional... y por supuesto -en el caso de una ultraderecha experta en su uso- son aliadas de prejuicios xenofóbos, lgtbifóbicos o machistas. Funcionan, simplemente, encajandos con prejuicios personales y a menudo colectivos.

No hay vacunas contra el virus de la manipulación pero sí algunos tratamientos. Los expertos explican cierta efectividad de los desmentidos para detener su propagación y eso explica la proliferación de agencias de verificación que buscan combatir mentiras en las mismas redes donde se difunden. También son cada vez más los medios de comunicación que afortunadamente entienden que cazar las noticias falsas forma parte de su papel como informadores. Y cada vez lo será más, porque cada vez estaremos más expuestos a los nocivos efectos de esta propaganda que se sirve de un tiempo en que todos somos «canales» especialmente efectivos en nuestros entornos más próximos.

Cabe exigir que las plataformas digitales pongan más obstáculos a las mentiras. Que el periodismo asuma su nuevo papel, Y también tomarse muy en serio el debate sobre si esta guerra sucia forma parte de la «libertad de expresión» o es una auténtica estafa a la democracia. Pero no podemos esperar que sean otros los que hagan todo el trabajo. Mientras no encontremos una vacuna efectiva contra la manipulación, el remedio más efectivo será entrenar nuestros propios cerebros en el espíritu crítico y tener autocontrol.

Más nos vale, porque fue el filósofo Jean Paul Sartre quien afirmó que «basta con que un hombre odie a otro para que el odio vaya corriendo hasta la humanidad entera». Y eso que él nunca tuvo whatsapp.