En el clima de riguroso mutismo en que sigue instalada la silente sociedad española, resuenan voces airadas de quienes, usando senderos oblicuos, cuestionan la larga marcha hacia la consolidación democrática que supuso la Transición. Son precisamente aquellos que no hicieron nada para impulsar las reformas, como delata el balance del periodo más feraz de la reciente historia de España.

El último bramido ha sido contra uno de los activos más sólidos de la biosfera política de nuestro país. Felipe González, socialdemócrata capaz de ganarse la confianza de los españoles durante los años que estuvo al frente del Gobierno. Cuatro legislaturas y dos mayorías absolutas.

¿Y ahora le quieren convertir en el acerico en el que clavar los alfileres del rencor quienes aún no han pedido perdón por los crímenes que el terrorismo perpetró durante medio siglo (cerca de mil asesinatos, extorsiones, inmensos daños humanos y materiales), sin haber colaborado en su esclarecimiento?

Encabezan la pretensión de ajustar cuentas con un pasado sin redención posible y lo hacen tras comprobar que el gato está fuera de la gatera y creer que todo el monte es orégano.

Conocí a Felipe González (FG) en 1981 cuando, siendo el líder de la oposición, visitaba, con asiduidad, al presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, del que fui inmediato colaborador. La buena disposición de ambas partes sirvió para crear, entre dos hombres de Estado, una corriente de confianza.

Me tocó la mecánica tarea de entregarle, en mano, los informes (material variado de escaso valor), que elaboraba el Centro Superior de Información de la Defensa (CESID), la agencia de inteligencia española creada en 1977.

Mi opinión sobre FG, la de un hombre tranquilo, sin instintos acrobáticos, cortés sin remilgos, ávido por descubrir lo desconocido y rápido como un guepardo es el rápido sumario de impresiones, en base al trato que mantuve con él, por deseo del presidente Calvo-Sotelo, y el seguimiento de sus manifestaciones públicas, que han mantenido vivo mi interés a lo largo de este tiempo.

Recuerdo vívidamente aquella gélida mañana de invierno (diciembre del 82), en la que, tras el landslide del 28 de octubre (202 escaños en el Congreso y 134 en el Senado) el ya presidente del Gobierno llegó a la Moncloa, acompañado por Julio Feo y Eduardo Sotillos, cuando me correspondió recibir en la escalinata del Palacio al primer presidente socialista desde el final de la Segunda República.

Tomamos un prolongado café, intercambiamos trivialidades (en la caja fuerte solo había el libro de instrucciones) y comprobé en primera persona que la inteligencia la amabilidad y la buena educación eran señas visibles de su personalidad.

He seguido su dilatada acción de gobierno, en ocasiones a distancia trasatlántica, de la que desgajé impresiones, inevitablemente comparativas, con la corta etapa que yo había vivido, desde el despacho de enfrente al del presidente. Pero eso forma parte de los bandullos de un libro de memorias ("Queridas Nietas"), aún en talleres.

En un país que no ha tenido la fortuna de contar con periodos dilatados de permanencia en la cabecera del Ejecutivo, los catorce años de FG al frente del Gobierno dejaron un voluminoso legado que agrega al respeto por los valores de la mayoría social, la apuesta por la moderación, la renuncia al marxismo, el pacto democrático de reconciliación nacional del 78 y la protección de una amplia franja de clases medias.

Estos valores fueron mojones de un itinerario que saltó por los aires en 2004, con la irrupción de un revisionismo púber, discordante con la reconciliación que había sellado la Transición.

Efecto retardado de este cambio del ancho de vía ha sido el ataque inicuo a protagonistas de la hazaña y arquitectos de una Constitución que ahora se pretende alterar sin reformar, mediante una aritmética chata, alejada de mayorías reforzadas, con el sustent por quienes quieren, y no ocultan, derribar el edificio.

El rechazo a FG con intentos impacientados (el último, la pretensión de sacar adelante una comisión de investigación, impulsada por insurgentes soberanistas y populistas), está en la base del cuestionamiento de la proeza que trajo la recuperación de la libertad.

Precisamente, a uno de sus artífices vivos que no tuvo reparo en suscribir los Pactos de la Moncloa; alentar el consenso con los sucesivos gobiernos que le precedieron; combatir el terrorismo en años grises de extrema dureza, con más aciertos que errores; modernizar las cuadernas de la economía, aguantando pulsos y huelgas generales; acrecer el Estado del Bienestar y colocar a España en butaca de pista del concierto internacional, ganándose el respeto hasta de los países "frugales".

Nunca cuestionó la forma de Estado, entendió desde su posición republicana, cómo debía ser un entendimiento leal con el Rey y fue colaborador necesario en la delicada operación, copilotada por el recordado Rubalcaba, que desembocó en la abdicación del rey Juan Carlos.

En su llegada oficial a la Moncloa, un colaborador que formaba parte del cortejo sugirió que había que quitar la placa de la entrada, donde se indicaba que Franco había inaugurado el Palacio. La respuesta de González fue: "La historia de España no se puede borrar y eso, lo queramos o no, es historia"

Su obra está en la historia y ningún oportunista puede empañar la trayectoria virtuosa de un gran español. Los ciudadanos con memoria no van a transigir con el menosprecio a quien merece honores por los servicios prestados.

Solo cabe esperar que se quiebre ese espeso silencio, para que afloren evidencias que hagan justicia a un tiempo añorado.