Todos sabemos que las televisiones y demás medios públicos están al servicio del Gobierno que manda. Ni modelo BBC ni gaitas escocesas. La realidad es así de tozuda y partidista. Del mismo modo que los medios privados deben procurar anteponer el negocio a otras circunstancias más románticas, pues como aconsejaba el único gerente de medios inteligente que he conocido: sin una cuenta de resultados saneada no hay independencia informativa que valga. El resto son cuentos, por más que películas como The Post (Steven Spielberg, 2017), narren una bonita historia sobre el coraje del periodismo libre.

Ahora bien, aunque nadie está libre de culpa, y mucho menos de tener creencias e incluso opciones políticas inamovibles, hay formas y formas de echarse un reportaje o un análisis al coleto. En el caso de uno de esos típicos programas de tertulianos, se procura, por ejemplo, que no todos los invitados sean de la misma cuerda, y si no es conveniente llevar a un contrario declarado al programa, al menos se tiene en cuenta a alguien que pueda aportar matices diferentes siquiera. Desde el punto de vista de la eficacia del discurso, es mucho más inteligente actuar así.

Digo esto como preámbulo a lo que aconteció hace unos días en un supuesto programa de análisis en la cadena pública valenciana, ahora llamada À Punt, convertida en una grotesca televisión sin audiencia para la que, al parecer, todos los valencianos hablamos con frases chistosas y soltando animaladas: yeeheheh€, como si hubiera resucitado el espíritu de Bernat i Baldoví. Menos en este programa al que me voy a referir, donde supuestamente, aquí sí, se tratan los temas con toda la seriedad que merecen. En esta ocasión, la monarquía española, al hilo de la investigación de la fiscalía suiza sobre las cuentas del rey emérito Juan Carlos I, las andanzas de su amiga Corina Wittgenstein -nada que ver con el autor del Tractatus logico-philosophicus-, y las iniciativas, quizás «puras», de los partidos nacionalistas en compañía de los de izquierda radical para abrir una comisión parlamentaria sobre el mismo tema.

El programa no fue tal, sino más bien un aquelarre antimonárquico, donde todos los invitados opinaban lo mismo, echaban leña al fuego y hacían ver sus «inocentes» intenciones para desenmascarar a un príncipe no solo corrupto sino ambicioso, mujeriego, espurio y anacrónico, que todos los males versan sobre el personaje en cuestión. La misma presentadora del programa lucía un jersey arcoíris a rayas que, curiosamente, mostraba la gama tricolor republicana a la altura de sus costillas.

Cuesta creer un ejercicio más montaraz de periodismo político, como si no existieran sistemas avanzados con monarquías parlamentarias en el mundo -y en los cuales suelen gobernar por ciclos más largos los partidos socialdemócratas como bien sabe el PSOE-, o la corrupción mediante el cobro de comisiones fuese exclusiva de las testas coronadas. El programa no presentó la más mínima ambigüedad.

Enarbolando la misión de la justicia universal se condenó, cual Savonarola en el duomo de Florencia, a la monarquía española y se insinuó la ilegitimidad de Felipe VI a tenor de los nefastos precedentes que le allanaron el camino al trono. El presidente Ximo Puig, y su comisionado para asuntos televisivos, el ubicuo Manuel Mata, ya deben saber a estas alturas con qué tropa se juegan la moderación y la gobernabilidad.

Tal vez se habría entendido un programa más verité y documentado, en el que se trataran de sacar a flote tristes episodios de la monarquía reciente. Roberto Centeno, sin ir más lejos, contó en otra emisión los chanchullos de Colón y Carvajal con los kuwaitís a cuenta del petróleo, y hasta la Tómbola de la antigua Canal 9 dejó claro -pero con la elegancia de Ximo Rovira-, que el rey emérito era un mujeriego incorregible que tuvo en Bárbara Rey y otras rubias explosivas un modo bastante tosco de herir la sensibilidad de Sofía de Grecia. Por no hablar de la extorsión que sufrieron los empresarios mallorquines a los que se «invitó» a sufragar el ocio náutico de la realeza.

Nadie quiere contar, tampoco, que la restauración contemporánea fue una solución de amplio consenso en la Transición, y que en aquel momento la Casa Real no tenía un céntimo con el que mantener el mínimo boato que una jefatura de Estado debe sobrellevar. Todo lo contrario que la monarquía británica, titular todavía de la mayor superficie rural y boscosa de su país, una familia, Windsor por conveniencia, que atesora una de las mayores fortunas del planeta.

De eso y de las gestiones internacionales a favor de los intereses económicos del país por parte de Juan Carlos no se habló. Ni de su papel en el golpe de 1981. Tampoco cuentan, ni nacionalistas ni republicanos, que Felipe VI ha dejado sin sueldo a su padre y renunciado a su herencia, que ha apartado a sus hermanas del protocolo, que su cuñado está en prisión y que, motu proprio, los miembros actuales y futuros de la Casa Real renuncian a trabajar en empresas privadas, todo lo contrario que Harry y Meghan Markle. Con los 8 millones de euros al año como asignación a la Casa Real se tienen que apañar todos, cantidad que, también a petición propia del rey, será fiscalizada por el Parlamento. Y no crean que un servidor es monárquico, antes bien me considero un pragmático que no ve creíble ni la virginidad de la democracia universal ni la superioridad moral de los valores republicanos en un país tan maniqueo como el nuestro.