La semana pasada no pude escribir mi columna. Justo cuando varios amigos me decían confidencialmente que habían notado un cambio de tono. Un paso de lo abstracto y genérico a lo concreto. Expresar lo que uno siente profundamente sin cesiones a la opinión ajena, une. Pero desnudar el corazón tiene un precio que no todo el mundo se puede permitir. El motivo de este tránsito no es una compleja sucesión de hechos inconexos sino de una sencillez que asusta: muchos trabajadores de este país, entre ellos los columnistas, han entrado a formar parte de un expediente de regulación de empleo temporal y algunos hemos querido entrar en el distinguido club de los que trabajan pero no perciben salario por ello. Esto no es aplicable a todos los oficios. Tan solo a los que por vocación de servicio tienen por motivación la empatía y la satisfacción personal propia y de los demás.

Yo no sé si los futbolistas de élite, elegidos para ocupar ahora la famosa primera línea de fuego que conformó el ya olvidado cuerpo de sanitarios, están dándolo todo en el campo, o al menos devolviendo lo mismo que el Estado les ha otorgado por ser su oficio de interés general. Pero aún considerando que beneficia a la inmensa mayoría, el objetivo real que persiguen es el interés particular. Muchos mensajes encubiertos de posibles y presuntos beneficios colectivos -desde hospitales a universidades, empresas de energía y pequeños comercios, pasando por teatros y fuerzas de seguridad- son en realidad beneficios privados o para un círculo cerrado de personas.

El cambio del término «utilidad pública» por «interés general» no fue inocente. Está íntimamente asociado con la imposición del liberalismo, que es nuestra única realidad. Con la palabra «interés» sustituyendo a «utilidad» se establece el criterio para tomar decisiones que encuentran en reglamentos y leyes la intervención estatal en asuntos económicos.

No existen diferencias políticas entre el interés general comunista y el liberalista. Durante el asentamiento del régimen totalitario de la Unión Soviética, obsesionado por la colectivización agrícola integral y la industrialización a todo vapor, también el ballet se adaptó a su papel como herramienta de estado. El fútbol sólo era una diversión de barrio.

El repertorio revolucionario del Bolshoi fue una prioridad. Principalmente porque carecía de lenguaje verbal -como el fútbol- y se podía invitar a contemplar lujosos oropeles de cultura a cualquier jefe de estado en visita diplomática. Un trabajo artístico controlado por un comité de burócratas. Max Aub denunció en su día esta contradicción entre intención y resultados, denunciando su dependencia de meros símbolos vacuos y superficiales: «La gente se queda tan contenta y convencida de su apego al régimen al ver a la Gelser bailar con una flor roja en la mano lo que tantas veces bailó con una blanca, frente a los zares».

La cultura de masas tuvo un vector ascendente hacia el adoctrinamiento, pero cuando se descubrió que a través del movimiento deportivo colectivo se podía cambiar lo cultural por lo nacionalista, nadie dudó en transformar el voto de Juvenal, «mens sana in corpore sano», en la sátira de su sátira «panem et circenses».

El primer ballet soviético fue «The Red Poppy». Se estrenó en el Bolshoi hace 93 años. Su trama presentaba una secuencia de sueños de opio. Una crítica de la decadencia occidental representada por gente bailando el Charleston, un malvado jefe de puerto inglés llamado Sir Hips y la estrella solista Ekaterina Geltser maquillada de amarillo para parecerse a la tabernera china Tao-Hua. A los éxitos que se sucedieron bajo esta misma plantilla argumental se sumaron las deserciones de actores, directores y guionistas, y también huyeron a la menor oportunidad sus sucesores, los deportistas del Este.

Los grandes actores del interés general en la actualidad no desertan nunca. Los escandalosos delitos fiscales no hacen mella en su carrera. Si hablan de política, rara vez lo hacen para poner en cuestión un sistema que les beneficia y les mima. Son mercenarios al servicio de las marcas. ¿Quién no lo es? Todo lo que mueve dinero mueve pequeños empleos a la sombra de las grandes fortunas. Somos las Tao-Hua que refrescan al capitán de barco ruso con un abanico y le ofrecemos un melocotón.

Este es el modelo estandarizado de cualquier actividad en el mundo, deportiva, artística, empresarial o política. Todos los elementos de la sociedad pueden expresarse libremente. Pero, al igual que en los regímenes más totalitarios, solo contra la competencia, nunca contra los que les subvencionan.

La voz de las estrellas llega más lejos, aunque sea el sonido de sus ventosidades. Los periódicos dirán que son oportunas, los científicos calibrarán su cantidad de metano, los escritores alabarán su aroma y la cámara captará el momento de euforia de los miles de seguidores.

Lo que mueve todo esto no es la mercadotecnia sino el miedo. Miedo a imponer, ahora que era posible el momento de cambiar las cosas, el deporte en general, o al menos elevar el amateur a la categoría nacional, o aún el de las pequeñas divisiones.

Probablemente he podido tocar a más el corazón de mis lectores estos días porque mi contribución no es retribuida por nadie. No me censuro pensando en si seré mal entendido por tal gran almacén o tal fábrica de automóviles. Solo algunas veces podemos elegir entre nosotros y el miedo. Cuando las leyes del corazón no se adueñan de nosotros hasta el punto de hacernos violar lo que creemos nuestro deber, y cuando no nos sugieren medios de eludirlo, se llega a los horrores que están trastornando a la civilización occidental. Y lo que muchos llaman deber muchas veces no es sino un pretexto para cometer delicadamente un acto frío de maldad. Te lo podría decir el propio George Floyd, si aún siguiera con vida.