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Hermanos de sangre

Cada normalidad posee su extrañeza. No pueden existir la una sin la otra. Cuando se habla de «nueva normalidad», por tanto, yo solo puedo pensar en la nueva extrañeza. Hoy cogí el metro por primera vez desde el confinamiento y resultó extraordinario moverse en aquel paisaje de mascarillas. Solo disponía de los ojos y la cejas para deducir la belleza o la fealdad de la gente. La escena me produjo un leve malestar. No tenía conciencia de lo importante que habían sido para mí las narices y las bocas. Eran las siete de la mañana y el vagón iba casi lleno. Los viajeros contenían la respiración y miraban con ansiedad en derredor, como si fijándose mucho pudieran adivinar de qué lado atacaría el virus.

Antes de eso, en el cuarto de baño de mi casa, mientras me afeitaba, se posó en el espejo un mosquito al que aplasté con un rápido movimiento de la mano. Sobre el cristal quedó una mancha de sangre roja, fresca, que portaba en su abdomen. A mí no me había picado, luego esa sangre no era mía. Debía de pertenecer por fuerza a un vecino, pues todo el mundo duerme ya con las ventanas abiertas. La idea me produjo una estupefacción sin límites. ¿Qué hacía ahí aquella porción de plasma procedente del cuerpo de un hombre o de una mujer con los que quizá coincidiría en el ascensor dentro de un rato?

En esto, llegué a mi destino. Las puertas se abrieron y salí para dirigirme dócilmente a las escaleras mecánicas, donde la gente intentaba guardar la distancia social aconsejada por las autoridades. Observé el punto exacto de la palma de la mano con la que había aplastado al insecto y sentí aprensión, aunque me había lavado de inmediato. La sangre, desde el sida, ha adquirido un carácter del que carecía. Hoy sería impensable que dos niños se hicieran «hermanos de sangre», lo que era muy frecuente en mi infancia. Nos pinchábamos con un alfiler en la yema de un dedo y las mezclábamos. ¿Quién sabe si en las células de la sangre del mosquito no había anidado también la Covid-19? Entonces, ya en la calle, pasé delante de un escaparate y vi en él mi reflejo enmascarado. Pero no me reconocí hasta dos metros después. ¡Ese era yo!, me dije con el asombro de la nueva extrañeza.

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