Los economistas tienen en la eficiencia un objetivo predilecto; forma parte de los axiomas centrales que, para muchos, justifican la ciencia a la que adhieren su vocación profesional. Conseguir lo mismo con menos o más con lo mismo. He ahí el núcleo de lo que, intuitivamente, se entiende por eficiencia. Una forma de combinar los recursos económicos empleados en los procesos productivos que permita su óptimo aprovechamiento en cada momento, dado el conocimiento tecnológico existente.

La persecución de la eficiencia se encuentra tras innumerables acuerdos comerciales suscritos por los países, entre sí o mediante convenios multilaterales. Explica la inclinación a buscar estándares internacionales que fijen las reglas operativas aplicadas por empresas telefónicas, aeropuertos, puertos y transportes terrestres. En nombre de la eficiencia se aprueban leyes contra los monopolios y otras formas de restricción a la competencia empresarial. Asimismo, la eficiencia constituye un aliado en la lucha contra el cambio climático cuando reducimos la cantidad de energía necesaria para obtener una misma unidad de producto.

Aun confortados por el manejo de una caja de herramientas útil del que la eficiencia forma parte, la pandemia que vivimos nos ha advertido sobre los límites de su validez cuando se aplica a las organizaciones sanitarias. Si se repasan los puntos de vista tradicionalmente expresados en torno al coste de los servicios de salud públicos y privados o a la excelencia de su correspondiente gestión, se observa la aplicación de enfoques que, si ya antes eran insuficientes, ahora se han revelado claramente inadecuados.

La anterior debilidad se ha expresado con mayor contundencia cuando únicamente se ha tenido en cuenta una reducida batería de indicadores que no mostraban la amplia variedad, escala y permanencia de los servicios prestados por los centros sanitarios. Este hecho, en la jerga de los economistas, significa que la función de producción de los establecimientos considerados, -por ejemplo, hospitales-, no era la misma; que no existía, pues, una base rigurosa para la obtención de conclusiones sobre la eficiencia relativa de los centros sometidos a contraste.

Ahora, tras el COVID 19, ha irrumpido una nueva enseñanza: que la eficiencia a corto plazo, amparada por objetivos y estudios de insumos anuales, resulta insuficiente. Se ha observado que la eficiencia precisa contemplar la previsión en salud pública como variable potente y que ésta desborda los tiempos típicos de lo hasta ahora asumido. Hemos advertido que, cuando la anticipación de contingencias extraordinarias ocupa una tímida posición en el cuadro de mando sanitario, puede deducirse equivocadamente que existen puntos negros de ineficiencia. Por ejemplo, si el hospital dispone de plazas de UCI habitualmente desocupadas y el personal sanitario se encuentra en apariencia sobredimensionado; o cuando los stocks de diversos materiales sanitarios exceden el umbral de lo considerado «normal» en circunstancias ordinarias.

¿Son las previsiones ajustadas a lo experimentado y recurrente las más adecuadas para evaluar la futura eficiencia sanitaria? No parece que deban serlo si nos atenemos a lo que hubiera sucedido con el sistema público de salud ciñendo sus costuras a los mínimos considerados como optimizadores de la eficiencia sanitaria. Los servicios públicos obligados a atender contingencias de difícil o imposible previsibilidad sobre su alcance, -pandemias, catástrofes naturales, accidentes en infraestructuras críticas, ciberterrorismo-, se encuentran en una esfera de decisión que forma parte de las preferencias sociales prudenciales. Un territorio en el que el proceso de elección se sustenta sobre la voz, el voto consciente y el mejor conocimiento científico y no exclusivamente sobre la tradición minimizadora de la eficiencia económica.