Imagine por un momento que tiene usted setenta o quizá ochenta o más años, si la vida le deparó un existencia prolongada. Párese un momento a pensar, sobre todo, si ya no necesita imaginar, qué posibilidades de subsistencia autónoma son las suyas, en el contexto de una sociedad insolidaria y a menudo cruel con el mayor y sobre todo anciano, como ha puesto en evidencia de forma escandalosa la terrible pandemia de la Covid19. La respuesta puede ser estremecedora y el temblor de la inseguridad puede recorrerle de parte a parte, cuando las actividades de la vida diaria comienzan a ser pesadas y difíciles de asumir, a menos que usted tenga la inmensa fortuna de gozar del afecto y solidaridad de los suyos, sean familiares, vecinos o amigos, o pueda permitirse el lujo de pagar la atención y el cuidado de otros.

Contémplese ahora, además de mayor y con escasez de recursos económicos, impedido o enfermo y quizá con la única ayuda de quién fue su compañera o compañero buena parte de su vida, cuando no sólo o semiabandonado, en una habitación compartida con otros seres solitarios y a merced de llaves ajenas. Porque los hijos, si los hubo, volaron a otros nidos o simplemente están muy ocupados. La sensación ya ni siquiera será estremecedora, quizá su único deseo será, como el de muchos mayores enfermos y olvidados, el consuelo de una muerte rápida y digna. Desaparecer para no sufrir, para no hacer sufrir y, sobre todo, para huir del abandono y de la insuficiencia.

Vuelva a la realidad. La pesadilla ya pasó. ¡Menos mal que estas cosas sólo le pasan a los demás! ¿verdad?; y al fin y al cabo, que cada uno se las arregle como pueda. Es el «ya te apañarás» bendito que balsamiza cualquier erupción de inquietud y solidaridad y que nos ayuda a ser dóciles y poco críticos con los poderes públicos, a la hora de exigir de estos la adopción de medidas que nos acerquen a una sociedad más justa e igualitaria.

Pero la hipocresía social sólo puede generar miseria, vergüenza y de paso, en este caso, un impresionante negocio. Y así, contemplamos con estupor ahora, cómo se abren investigaciones judiciales ante el abandono de mayores/ancianos en residencias o asilos, a los que se les negaron los necesarios cuidados sanitarios; cómo el Defensor del Pueblo denuncia las carencias de muchos de estos Centros de Internamiento, pero con A de anciano y cómo las administraciones responsables se aprestan en la adopción de medidas que tranquilicen y adormezcan la conciencia social. El negocio de la tercera y la cuarta edad se rociará con polvos de talco, pero seguirá constituyendo la alternativa a la insolidaridad y el desafecto. «Ha sido muy lamentable el que se esté despreciando a los ancianos», nos recordaba hace unos días Adela Cortina, y remataba su afirmación con otra de sus expresivas aportaciones semánticas: «En esta crisis ha aparecido una especie de gerontofobia. Algunos piensan que los ancianos no tienen dignidad».

Y no dudo que la atención comunitaria de las personas mayores en residencias o centros asistenciales especializados, unas y otros debidamente medicalizados, sea necesaria cuando la enfermedad nos convierte en una carga insoportable para nuestros más allegados; o incluso, por propia y legítima opción. Pero al margen de estas situaciones, es preciso decir que cualquier política social que pretenda una valoración integral de los mayores, sólo puede construirse evitando el desarraigo de éstos de su medio natural y social más inmediato, esto es, de su propio hogar, de su pueblo, barrio, vecinos y amigos. Porque lo que los mayores prefieren, preferimos, es la permanencia en nuestro propio hogar el mayor tiempo posible, con buena salud física, mental y funcional que nos proporcione independencia y calidad de vida. «Nuestros mayores generalmente quieren mantenerse y morir en sus casas», aseguraba Juan José Tirado, Presidente de CECOVA, en Les Corts hace unas semanas. Y para respetar esa voluntad y hacer posible esta aspiración de independencia de los mayores, no siempre físicamente alcanzable, la sociedad debe articular aquéllos servicios que potencien su bienestar, sin olvidar que la autonomía real tiene su punto de apoyo esencial en la suficiencia económica de las pensiones de jubilación, viudedad e incapacidad.

La asistencia sanitaria y social a domicilio debe constituir el eje central de la política de atención los mayores, favoreciendo la opción por un modelo asistencial basado en la utilización prioritaria y primordial de los recursos humanos, tanto sanitarios como sociales. Precedentes como el Servicio Social de Ayuda a Domicilio pueden constituir la base de un nuevo servicio público polivalente y social, indicado en situaciones de falta de autonomía personal, con el objetivo de mantener a la persona en su entorno, evitando su internamiento y mejorando su calidad de vida. Su definición y contenido está diseñado desde hace años en obras como la de José Ramón Bueno e Irene Estrada, publicada con dicho título en Nau LLibres (Valencia 1989).

Nuestra población envejece de forma progresiva y más tarde o más temprano, todos tenemos el destino de ser mayores y ancianos. Por eso es necesaria una concienciación institucional y cívica que aborde desde la solidaridad intergeneracional este compromiso. Porque nadie puede pensar que sólo corresponde a los poderes públicos la iniciativa y la responsabilidad en este objetivo. Ninguna política social para los mayores puede encubrir o adormecer la responsabilidad que a todos los ciudadanos nos corresponde con el colectivo social de la tercera o cuarta edad. Muy al contrario, estimular esta conciencia social, fomentar la solidaridad con los mayores, sean familiares o no, debe ser el principal instrumento moral o ético de una opción política seria y progresista. En nuestras manos está muchas veces el destino de padres, tíos, abuelos o parientes más o menos cercanos a quienes se abandona transitoria o definitivamente en hospitales o residencias más o menos confortables. Cerca de nuestra casa siempre hay algún anciano que vive sólo a quién podemos ayudar, en vez de mirarle de soslayo o con lástima. Articular y promover la solidaridad de todos debe ser objetivo esencial de los poderes públicos, promoviendo la integración del mayor en la comunidad y reclamando la colaboración de los ciudadanos más próximos al mismo. Hay mucho que hacer en este campo, como esta pandemia nos ha demostrado.