Estamos intranquilos. El coronavirus no va a marcharse. Es más que posible, como han declarado numerosos expertos, que habrá una segunda oleada de contagios para el otoño-invierno: lo que no se sabe es cómo será de grave ni en qué momento preciso se producirá. Desde luego, no me aventuro a profetizar lo por venir. Esto es precisamente la incertidumbre. Sabes que hay un peligro que acecha, pero desconoces cuándo o por dónde te azotará. La zozobra forma parte de la vida.

Expertos italianos andan estos días enzarzados, discutiendo acaloradamente, lo propio en época estival: un grupo de virólogos y epidemiólogos han firmado una carta en la que afirman que el coronavirus es menos agresivo y que ha disminuido la carga viral; y quien enferma ahora del COVID-19 está en una situación mucho más favorable que al inicio de la pandemia. Sin embargo, las autoridades sanitarias y otros expertos, les han colgado el sambenito de irresponsables por confundir a la población. Las cosas, pues, entre los entendidos, no están ni mucho menos claras. El efecto aminorado de la expansión de la enfermedad puede ser explicado por el inicio de la época veraniega: las altas temperaturas, la sequedad del ambiente, la vida en la calle y el sol intenso (con luz ultravioleta en máximos anuales) son condiciones adversas para la expansión del virus (minimización en contagios y virulencia por disminución de la carga viral). Pero, como estamos comprobando, por ejemplo, en los mataderos, las condiciones de bajas temperaturas y humedad son ideales para la expansión vírica. Habrá que ver cómo evoluciona en el cono sur de América, que ha entrado en el invierno austral; aunque allí la pandemia ha sido retardada con respecto a Europa y, por tanto, prácticamente coincidente con la irrupción invernal.

En verano la gente joven, amante del bullicio, y conocedora, en concreto, de que el riesgo para ellos por COVID-19 es mínimo, por no decir nulo, se va a juntar a celebrar fiestas y reuniones sociales. En Japón, un grupo de epidemiólogos ha llevado a cabo un excelente trabajo sobre los principales puntos ('clústers') de infección. La conclusión es clara. Por ejemplo, en el transporte público es mínimo: la gente lleva mascarilla, va callada y, en la medida de lo posible, evita aglomeraciones en los vagones. En cambio, los gimnasios, bares de compañía y «karaokes» (se ve que allí hay una gran afición a cantar), donde las personas se reúnen, gritan, corean, hacen ejercicio o bailan, en un espacio cerrado y tiempos largos, se dan condiciones idóneas para la transmisión del virus: las partículas de saliva flotan en el aire y fácilmente llegan a las mucosas de los acompañantes.

Nadie se atreve a predecir lo que va a pasar; pero todo apunta a que, como estamos viendo, habrá rebrotes: el virus sigue siendo el mismo. Una buena noticia saltaba a la prensa estos días: según un estudio del Hospital Gregorio Marañón de Madrid, el 70% de los ancianos (los que han quedado, claro) en residencias tanto públicas como privadas tiene anticuerpos para el SARS-CoV-2.

Ante la desazón que produce la incertidumbre, hay que mantener la serenidad. De este mundo no saldremos vivos, pero antes hay que hacer el máximo bien: y ahora lo que toca es proteger y protegerse, cuidando la propia vida y la de los más vulnerables, con las oportunas medidas higiénicas que ya conocemos, para evitar rebrotes del COVID-19. Portarnos bien es lo que nos humaniza.