Tengo la impresión de que, desde un punto de vista social, la parte más peligrosa de la pandemia comienza ahora, cuando todo está determinado por ella y sin embargo ésta ya no comparece con su rostro más trágico. Ahora todos los ámbitos objetivos de la vida social ya están determinados por una realidad que apenas se percibe, y sin embargo todos traen consigo sus agudos problemas. Podría invocar experiencias compartidas en la administración, en los servicios públicos, en los negocios. Ahora exigimos que todo funcione, porque la tragedia ya se ha ido; y sin embargo todo está lleno de molestias. En esos órdenes cotidianos, ahora puestos patas arriba por la pandemia, se tejen miles de sinsabores que nos hablan de un profundo desorden. Los más dependientes lo padecen más.

Además, ahora vemos que los contagios no ocurren al azar. Ya no se ve a los contagiados en los hospitales, en las UCI, pero percibimos que el virus afecta a grupos concretos. Los rebrotes se ceban con los trabajadores del campo, los temporeros. En Lleida, en el alto Aragón, en Andalucía, hemos visto que el virus se transmite no en los aeropuertos, sino en los barracones donde se amontonan los jornaleros. En Alemania, el mayor brote fue en un matadero en el que trabajaban inmigrantes en las peores circunstancias. Raro es el cayuco que no trae un infectado. El virus se muestra electivamente afín con la pobreza, con la falta de salubridad, con las pésimas condiciones laborales, con la falta de higiene. Las molestias y sufrimientos cotidianos que genera se ceban en los más dependientes. Estas son cosas tan viejas como el sol y la experiencia de todas las pestes nos muestra esta asociación entre epidemia, muerte y pobreza. Sin embargo, ahora le seguirá una desarticulación radical de la vida cotidiana.

Seguro que esto tiene que ver con el resultado de una encuesta que ha dispuesto la Unión Europea para medir el grado de aceptación de las medidas de los gobiernos en esta pandemia. Aquí la conocemos por el trabajo del conocido sociólogo Ignacio Sánchez Cuenca, publicado este martes en la Revista Contexto. Los resultados son llamativos. Los daneses son los más satisfechos con su gobierno y sólo muestran su pesar por las medidas adoptadas algo más del 10% de la población. Irlanda, Portugal, Finlandia, Holanda y Austria están por debajo del 20%. Alemania ronda el 30%. Pero España, el país más descontento, está en el 60% de insatisfacción. Esto necesita al parecer una explicación adecuada.

La causa de la insatisfacción no es el número de muertos. Ciertamente, hay países con pocos muertos y un grado de insatisfacción casi tan alto como el nuestro. El ejemplo es Polonia. En el pico tuvo 535 muertos, pero la insatisfacción es del 57%, casi la de España. O Bulgaria, con solo 56 muertos pero una insatisfacción del 51%. Una correlación significativa se da entre Suecia y Alemania. Ambas tienen el mismo índice de insatisfacción, alrededor del 30%, pero Alemania con bastantes más muertos. Ésta, por tanto, no parece ser la clave. Incluso Italia tiene menos grado de insatisfacción que España.

Sánchez Cuenca ha relacionado la insatisfacción con la calidad de la democracia. Y asume que cuanto mayor es la calidad democrática de un país, menor es la insatisfacción con su gobierno. Esto es casi tautológico. Una democracia de poca calidad y poca confianza en los partidos políticos produce una ciudadanía irritada. En suma, la insatisfacción en la pandemia no haría sino explicitar el grado de desconfianza general que los ciudadanos tienen respecto de sus instituciones. Bien pudiera ser que la ciudadanía de una democracia de poca calidad tuviera una conciencia crítica adecuada. O al contrario, que una democracia sin calidad también produjera una ciudadanía sin criterio, insatisfecha por principio.

Sánchez Cuenca quiere aclarar cuál de las dos cosas suceden en España. El caso español es interesante porque tiene la mínima confianza en sus partidos y en sus instituciones, como Grecia, pero multiplica por tres su insatisfacción. Francia podría ser un caso similar, y en cierto modo Italia. Ambas tienen una amplia desconfianza y una insatisfacción intensa. Lo que quiere decir que, por lo general, las poblaciones en este asunto han aplicado al gobierno sus percepciones ya forjadas en la propia experiencia pasada. En suma, la encuesta mostraría una adecuda conciencia ciudadana y su disgusto por la poca calidad democrática de sus regímenes. ¿Puede asombrarnos esto?

Sin embargo, Sánchez Cuenca quiere darle una explicación especial al caso español. Y lo hace por la variable de la clase social. Considero que el argumento no es convincente. La clase baja está insatisfecha en un 58%. Esto es lo decisivo. La insatisfacción de la clase alta, minoritaria, llega al 69%; pero la clase baja ya está suficientemente cercana a la media del 60%. Si la clase baja tuviera una tasa de insatisfacción menor, la clase alta por si sola no lograría imponer una media nacional tan alta de disgusto. Por mi parte, no creo que haya nada de raro en estos datos. Es como si se asumiera que el que la clase baja esté tan insatisfecha requiere de una explicación. Como si no debiera estarlo.

Para defender la especificidad de España, Sánchez Cuenca tiene necesidad de asumir que la fortaleza de la opinión negativa de la clase alta es la causa de la intensa insatisfacción de la clase baja. Ésta, pues, no tendría criterio, ni mediría bien lo que ha hecho el Gobierno por ella. Por eso concluye que todo se debe a que la estrategia de la crispación de la clase alta ha tenido éxito. Creo sinceramente que nada de esto se sigue. Primero, porque la desconfianza es general respecto a todos los partidos. La tesis de Sánchez Cuenca implicaría que la estrategia de crispación de ciertos partidos sí merece la confianza de una población que en todo lo demás desconfía de ellos. Esto no es convincente. Segundo, porque la encuesta no establece la relación de causalidad entre los fenómenos sociales que mide.

En efecto, la clase alta ha crispado, pero la insatisfacción de la clase baja puede ser genuina. Así que todo lo que sabemos es que España ha tenido más muertos (de clase baja), los españoles tienen menos confianza en los partidos e instituciones, y además están más insatisfechos que ningún otro pueblo de Europa. Creo que esto no es porque la estrategia de la crispación haya tenido éxito, sino sencillamente porque somos un Estado débil, una sociedad frágil y una ciudadanía muy cansada de ambas cosas, en medio de una vida cotidiana llena de fastidios, miedos y amarguras, aunque ya no esté paralizada por el rostro trágico de la pandemia.