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Alfons Garcia

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Alfons Garcia

El nombre de la pobreza

El paraíso es un espacio humilde y transitorio, escribe Irene Vallejo en El infinito en un junco. El paraíso siempre se ve mejor cuando ha pasado. Por el retrovisor. El paraíso quizá son estas semanas de verano que nos esperan si hay que hacer caso a funestos augurios económicos sobre lo que vendrá. Se intensifica el ritmo de informes presagiando que se avecinan tiempos muy duros. Incluso algún alto cargo se atreve a comentarlo en privado. Si el dinero de Europa no llega finalmente, o llega con condiciones leoninas, asimilables a lo antes conocido como un rescate, el Gobierno progresista lo va a tener crudo para mantenerse a flote. Parecía que lo peor había pasado, que el PP dejaba de apretar el cinturón al ver que la primera oleada de la pandemia no se llevaba al Ejecutivo por delante, pero llegan avisos de curvas cerradas a la vuelta de la esquina. Y lo peor no será la situación política, ni siquiera la macroeconómica, sino su traslación a la realidad en las calles: las colas del hambre, que ya se ven en algunas ciudades, y la pobreza extrema experimentada en silencio, huyendo de la exhibición pública, entendida como forma última de humillación. La dignidad nunca se midió con extractos de cuentas corrientes. Estaremos mejor preparados para la crisis sanitaria, seguro, si en otoño los rebrotes se acentúan, pero tengo dudas de que estemos prevenidos para una oleada de pobreza en un territorio con especial incidencia de vulnerables.

El porvenir nos cogerá a los valencianos, mientras tanto, con debates de nombres. Un hábito muy valenciano, ese territorio alargado y de doble alma donde aún se da vueltas, con cansancio y resignación, al nombre de la lengua y del territorio. Ni siquiera hemos sabido forjar un acuerdo o un consenso real y duradero. Simplemente lo hemos dejado estar, porque convenimos que batallar más era del género absurdo. Y ahora volvemos al mismo sitio, del que nunca nos movimos demasiado: solo giramos la vista; los pies continuaban donde estaban. Ya saben. Casal España Arena.

Quien paga tiene derecho a bautizar lo suyo como guste. Aunque disguste a muchos, incluidos los gobernantes de la ciudad. Más que rasgarse vestiduras, habría que reflexionar sobre un país que lleva años necesitado de un gran recinto para espectáculos (deportivos y culturales) y no ha sido capaz de impulsarlo y hacerlo realidad desde lo público. Una sociedad incapaz, ya hemos visto, de mantener colectivamente un gran equipo de fútbol o de baloncesto. Quizá son los tiempos actuales y hay que aceptarlo así. Puestos a ello, el nombre de la cosa no debería ocultar el valor de compartir con una ciudad y sus gentes un gran estadio, un equipo, un proyecto cultural y un maratón que ha hecho más por la internacionalización de esta tierra que decenas de campañas de publicidad. Puestos a ello, el mecenas está en su derecho de bautizar a su hijo como guste. Pero que, al menos, alguien le diga que Casal España nos disgusta a muchos porque nos pone ante el espejo de una sociedad que gustaríamos diferente: folclorista e inexistente por sí misma, existente solo en relación a otro ente (España o Cataluña).

La soledad es mirar a unos ojos que no te miran, dice un verso de Elvira Sastre. Quizá algunos nos hemos sorprendido al vernos así. Quizá hemos estado demasiado tiempo sin mirarnos al espejo. Sin ver nuestros propios ojos. En todo caso, los ojos que más deberían contar en estos momentos son los de los nuevos miserables. Esos que no tienen nombre conocido ni lo esperan. Esos que miran sin ser vistos. Ese debería ser el mayor disgusto para todos en este tiempo convulso, incluido para el mecenas.

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