Rehacernos de todas las maneras posibles es sin duda la prioridad de estos tiempos. El estado constitucional de alerta ya ha pasado, el virus no y las consecuencias psíquicas, sociales, económicas van a acompañarnos largo tiempo con la amenaza permanente de un rebrote de la pandemia y con él una nueva oleada de consecuencias.

Nada es como era, conviene no olvidarlo. Confundir la libertad con la movilidad o la caricatura de apertura de terrazas, ahora en verano, no puede soslayar el recorte efectivo de las libertades. A cada gran crisis en lo que va de siglo le ha sucedido un retroceso en los derechos, individuales y colectivos. Se ha aceptado en aras de la seguridad después de los crueles atentados del 11 de septiembre, se ha aceptado como consecuencia de la crisis sistémica de 2008.

El repaso a estos retrocesos resulta imprescindible en la medida que se nos han convertido en «normales». O casi. Controles policiales a gran escala para la tan estimada e imprescindible por otra parte, movilidad, a escala planetaria. Desmontaje del estado de bienestar para la recuperación económica tras el crash: leyes laborales, fijaciones de límites incluso constitucionales al déficit de las administraciones públicas. Privatizaciones de sectores clave precisamente para hacer frente a las emergencias: salud, educación, servicios sociales. Todo ello mientras se dejaba a un lado la atención al cambio climático, que no por ello deja de amenazar presente y futuro.

En todas las instituciones y organizaciones sociales se hacen balances de daños, se aprestan profesionales y administradores a formular propuestas de recuperación en todos los sentidos, sanitarios, sociales, económicos, incluso políticos. El examen de las causas de la profunda herida ocasionada por una pandemia ocupa su lugar como la búsqueda de un chivo expiatorio, una de las recurrencias humanas más constante e inútil.

Pese a la fragilización del sistema público la voluntad de la población, de sus profesionales, ha impedido daños mayores, al menos en lo que concierne a la atención sanitaria. La solidaridad ciudadana cuando se ha tratado del miedo colectivo, incluso el pánico, ha reducido con el confinamiento los efectos más letales de la difusión del contagio. Las respuestas de los responsables políticos, empresariales o sociales, no siempre estuvieron a la altura de las circunstancias y, con las excepciones de rigor, al nivel del comportamiento ciudadano.

La devastación, sin embargo, es de tal magnitud que el optimismo de la voluntad no puede remediarla con un simple «volvamos a ese pasado que quebró en los primeros días de marzo de 2020». Viene a cuento de algunas de las iniciativas que ya se han desplegado con gran eco mediático. Tomemos dos, el turismo y la construcción, o mejor en este caso el urbanismo.

Ciertamente el empleo, fuertemente dañado por la crisis anterior tanto en su volumen como en sus condiciones, es una prioridad. Por varias razones, la primera alejar de la pobreza, de la miseria, a los desempleados de ambas actividades. También para recuperar el consumo, cuestión sobre la que se hace menos énfasis. Constatar la desnutrición de miles de niños aquí, en nuestras ciudades europeas, que con el cierre escolar han perdido su única comida decente al día; comprobar el abandono de los mayores sin las prestaciones de la dependencia, y la permanente zozobra de la vivienda y sus desahucios resultan insoportables por poca sensibilidad social y poca responsabilidad colectiva que se tengan.

Ahora bien, ¿no sería el momento oportuno para revisar, a fondo, el funcionamiento de ambos sectores en lugar de predicar la vuelta atrás? Temporalidad, precariedad, y salarios de subsistencia no son tarjetas de presentación para el regreso a la precariedad y la retribución en negro.

Si la respuesta en el urbanismo consiste en facilitar aún más la destrucción del paisaje, del territorio, del patrimonio urbano, no es tan solo una vuelta atrás, es condenar el futuro a una mayor desigualdad. Resulta inverosímil que se predique la necesidad de viviendas sociales para jóvenes y se estimule la más descarnada apropiación de un bien colectivo, el suelo, para la edificación de residencias inalcanzables para quienes carecen de ingresos y de patrimonio. Vuelta de tuerca, no fue suficiente el agente urbanizador que ahora dispondremos de «declaraciones responsables» o equivalentes para desarrollar sin trabas la destrucción. Y aquí no se trata de una propuesta: aprovechando el silencio de la pandemia se traduce en normas.

El derecho a la vivienda es solo una parte, fundamental, del derecho a la ciudad y el territorio, el espacio común, irrenunciable.

Más que proponer reconstrucción o recuperación debiéramos aprovechar la oportunidad para sentar las bases de una transición a una sociedad y una economía más cercanas, próximas, respetuosas con el patrimonio urbano y con el territorio. Esto implica cambios que no se producen de la noche a la mañana como dándole la vuelta a un calcetín. Requiere la tenacidad, el sostenimiento de la racionalidad a medio y largo plazo, el compromiso social, y por supuesto de las instituciones públicas en sostener el esfuerzo continuado con unos objetivos como los apuntados.

Toda transición acarrea el mantenimiento por un tiempo de actividades que han fracasado, pero imprescindibles para acometer la recuperación que afecta como siempre a los más vulnerables. Pero con objetivos claros como el de una fiscalidad que elimine la fatal tendencia a la desigualdad creciente, con un reforzamiento de las instituciones comunes, en el caso de la Unión Europea que no se limite a exigir, como al resto de las administraciones, lo de «qué hay de lo mío» para transformarlo en que necesitamos todos y todas, con qué recursos contamos y cuántos más estamos dispuestos a aportar para esta transición.

Lo nuevo si es aceptado socialmente convivirá un tiempo con lo viejo. No es novedad a lo largo de la historia. Ahora es una necesidad del optimismo de la voluntad apoyada en la racionalidad que está llamando a un cambio profundo del sistema desregulado, del llamado hipercapitalismo, el de la recurrencia de las crisis financieras que apoyan unos pocos para amortizarnos a la mayoría.