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A los estudiantes de la EBAU 2020

Decía el filósofo y sociólogo Jaime Balmes que «la educación es al hombre lo que el molde al barro: le da forma». Ante la graduación académica de una hija o hijo que ha superado con éxito los estudios de Bachillerato queda, en efecto, la sensación de que esa estructura del joven que pronto se convertirá en adulto va tomando ya su forma definitiva. Los valores, las vivencias, los conocimientos, las experiencias y la formación atesorados a través del tiempo serán los cimientos sobre los que construya su personalidad y su futuro.

Personalmente, creo que una persona con sueños e inquietudes no deja jamás de aprender. Sin embargo, por muchos años que dure dicho aprendizaje, ninguna época es comparable a la que transcurre desde la niñez hasta la juventud, en la que los recién graduados han sido auténticas esponjas de cultura y ciencia, se han rodeado de amigos y compañeros y han compartido horas de juegos y estudios para convertirse en lo que hoy son: el punto de partida de lo que serán mañana.

En estas fechas de frustradas entregas de orlas por culpa de la pandemia de coronavirus, se cierra un ciclo en el que los padres miramos hacia atrás con añoranza, en la duda de si habremos acertado con las decisiones tomadas, pero también con el orgullo de comprobar que la difícil tarea de educar va dando sus frutos. Experimentamos un torbellino de emociones muy dispares, desde la nostalgia por el pequeño que fue al orgullo por el joven que es y a la esperanza por la mujer o el hombre que será. Es entonces cuando quienes les hemos dado la vida deseamos con todas nuestras fuerzas tener la certeza de haberles transmitido multitud de enseñanzas útiles para transitar por este mundo tan complicado y para ser felices a lo largo de una existencia, en ocasiones, tan volátil.

Algunas de ellas nada tienen que ver con teoremas matemáticos ni reglas gramaticales, pero son igualmente valiosas, si no más, para que se conduzcan por la vida con garantías. Y es en este punto donde quiero realizar una defensa ferviente de la sensibilidad, en su acepción de capacidad natural del ser humano para emocionarse ante la belleza y los valores estéticos, y ante sentimientos como el amor, la ternura y la compasión. Se trata de una cualidad imprescindible para disfrutar de las artes (apreciar un buen libro, valorar una película meritoria, emocionarse con una composición musical, conmoverse frente a un cuadro, deslumbrarse ante una pieza de baile) o, simplemente, de una puesta de sol, del canto de un pájaro o del aroma de una flor.

Ahora toca mirar hacia adelante. En palabras del político británico Harold MacMillan «hay que usar el pasado como trampolín y no como sofá», de tal manera que el período escolar que concluye estos días con la celebración de las pruebas de EBAU impulse a esta joven generación hacia un porvenir lleno de retos. Ojalá integren un grupo de mujeres y hombres con grandes sueños que se hagan realidad. Con los pies en el suelo, pero también osados. Capaces de razonar pero, al mismo tiempo, críticos.

Enhorabuena a todos y cada uno de ellos. Su graduación es el final y, simultáneamente, el principio. Les quedan por delante miles de hojas en blanco sobre las que escribir su historia personal e intransferible. Ojalá quienes después las lean se asombren de sus logros y admiren su honestidad, máxime en estos tiempos convulsos en los que se echan en falta más referentes sociales de decencia, excelencia y generosidad. Confío en que dentro de algún tiempo, cuando vuelvan la vista atrás, el destino les haya permitido vivir la vida que querían y ser capaces de reconocer en las enseñanzas de sus padres y sus profesores esos cimientos sobre los que desde ahora van a construir su propia obra maestra.

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