Intemperie, la película de Benito Zambrano, narra una buena historia pero tiene un defecto: fuerza la ambientación western. El subrayado no era necesario. Bastaba con fotografiar los paisajes de Orce con la maestría de Pau Esteve para que todo espectador anclara en el oeste americano. Luego se trataba de atenerse a la lógica del road movie. No eran necesarios esos rifles en la cartuchera. Es verdad que la gente del campo andaluz en los años treinta se veía reflejada en las películas de Ton Mix, pero las escopetas siempre estaban en los altillos de los armarios. No recuerdo que nadie me hablara nunca de un manijero, que es como por allá se llaman a los capataces, que fuera armado con rifle. Que aquello sólo podía ser España se sabe tan pronto asoman las cejas de Luis Tosar.

Sin embargo, el fondo moral de los personajes construye una historia verosímil. La experiencia divergente del desalmado legionario y del soldado de reemplazo, su diversa relación con las realidades africanas, es persuasiva. Todos los historiadores del franquismo coinciden en la idea de que la estructura central del ejército de Franco, formada por legionarios, aplicó a los españoles los hábitos de superioridad, brutalidad, crueldad y desprecio con los que trataban a los rebeldes rifeños. Si la película ha pretendido retratar la mentalidad colonial, que no nacional, con la que muchos vencedores trataron a las más humildes poblaciones españolas, entonces lo ha conseguido.

Lo que no sé si consigue es cerrar la moraleja. Iniciada con la canción de Sánchez Ferlosio, «Gallo negro, gallo rojo», la película tiene una clara voluntad pedagógica, que no sé si es del todo efectiva. En parte lo es, como cuando impone la diferencia de trato moral que merece un ser humano vivo y un ser humano muerto. El ser humano vivo, si se comporta con prepotencia, tiranía y crueldad, exige ser combatido. Pero una vez muerto, debe entregarse a los suyos para ser tratado con la dignidad debida. Aquí, la ritualidad arcaica del entierro que ofrece la película, con el reconocimiento del lugar donde reposa un ser humano, tiene una clara eficacia.

El joven protagonista que encarna Jaime López aprende esa lección y la película se despide creando un escenario en el que vemos las tumbas de los dos personajes enfrentados, una al lado de la otra, indicando que el combate ha concluido y todo resta en paz. Sin embargo, cuando al final leemos esa dedicatoria que ensalza el olvido, no se sabe muy bien si el espectador queda reconfortado con esas buenas intenciones. Todo lo que se acaba de ver en la pantalla es inolvidable. Al final, el niño temporalmente salvado se adentra en el mundo tenebroso de la ignota ciudad que lo espera. Ese niño podrá prescindir de muchas cosas, pero no del recuerdo.

Pablo de Greiff, un experto en cuestiones de justicia transicional, autor del manual más importante sobre el tema y ahora alto funcionario de la ONU, tiene una aparición breve en El silencio de otros, el documental de Almudena Carracedo y Robert Bahar sobre los muertos sin sepultura de la guerra del 36, las madres sin hijos y los torturadores con medallas. Esa intervención es solo una frase, pero muy importante: «Es natural que las víctimas no olviden». Con esta frase, que neutraliza el engolado y tortuoso discurso de Arzálluz cuando defendió la ley de Amnistía, la película de Zambrano habría acabado de forma más natural. El victimario puede tener una clara inclinación a imponer el olvido, lo que también es testimonio de su incapacidad de lograrlo. La anécdota de Kant, que se deshizo de su criado de forma poco limpia, es el arquetipo de los juegos de la conciencia de culpa. En uno de sus papeles póstumos, a mitad del enésimo ensayo de exponer su pensamiento, el lector se encuentra con la frase «¡Tienes que olvidar a Lampe!»El fastidio que se esconde en la interjección muestra tanto la dificultad de olvidar como la inutilidad de la manía kantiana de arreglarlo todo con imperativos. Los victimarios tampoco olvidan, pero no soportan que alguien más tenga ese recuerdo. Eso es lo que determina en buena medida su aspiración a que las víctimas guarden silencio.

El silencio es el hilo conductor de este documental de ritmo quebrado e intensidad continua. Desde luego, la peor de las exigencias que se puede hacer a la víctima es que guarde silencio, porque le impide dejar de serlo. La voluntad de escritura de la protagonista inicial, la anciana María Martín, es conmovedora justo por eso, porque aspira a ser escuchada y con ello a dejar de ser víctima. Morirá antes de lograrlo. La pedagogía en estas duras situaciones no puede aspirar al olvido, sino a un modo adecuado de recordar. Si exigimos lo imposible, como ese olvido de Arzálluz, las actitudes morales se hacen inverosímiles. Pero no hay nada contradictorio entre recordar y perdonar. Todo lo contrario. Sin conocer lo que pasó, no sabemos qué significa perdonar. Conocer, por lo demás, no tiene solo una finalidad forense. Por eso, para mí, el documental no es sobre todo emocionante por la épica del juicio. Hay algo más intenso en él.

Por supuesto, no quiero disminuir el valor de la lucha de los protagonistas por recibir justicia. Sin embargo, lo verdaderamente emocionante, lo que hace de este documental algo inolvidable y lo convierte en una experiencia moral de primer nivel, es otra cosa. Como experiencia moral concierne a cualquier observador imparcial que lo contemple. Está condensado en un fotograma, en una escena pasajera. Por fin, se alcanza la autorización para abrir una fosa común. Se sabía dónde estaba y quiénes reposaban allí. Entonces emerge lo inolvidable, lo justo, como siempre en medio de las lágrimas.

De entre la tierra fresca surge una calavera. Un gran orificio muestra el disparo de gracia. La boca quedó abierta de par en par, como si el grito fuera la última expresión de aquella vida. De repente, algo más aparece en escena. Se trata de un zapato envuelto en tierra. La mano que tomó la calavera no se atrevió apenas a rozarla. No cerró la boca. Pero con el zapato es diferente y esa misma mano se entrega a una caricia. Lo que se ha revocado con ese acto es lo decisivo. El grito, el disparo, la violencia, el desprecio, no es lo último que une ese cuerpo a la vida de los humanos. ¿Quién puede tener problemas con que el grito y la violencia no sea lo último que roce un cuerpo? ¿Quién puede oponerse a que una última caricia ilumine la memoria de una vida? ¿Ochenta años, no son suficientes?