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A vuelapluma

Alfons Garcia

Si yo fuera Juan Carlos I

Si yo fuera Juan Carlos I desearía que 24 horas se convirtieran en cien años. Su vida pública ha concluido y todo lo que le esperan ahora son reveses. La máquina tan ibérica de apalear al caído se ha puesto en marcha. Y no es que no haya dado motivos para saetearlo. Los millones en Suiza, da igual de dónde vengan y para qué sean realmente; los negocios sucios del yerno bajo la sombra protectora de una intocable familia real; las cacerías trasnochadas; la falsa moral de siempre entre apariencia pública y realidad privada€ No ha sido un tipo ejemplar, diría uno a la vista de este 2020, eso es así, pero la pregunta para la Historia será si, además de todo eso, ha sido un factor positivo para la evolución de este país. Y ahí me parece que sale ganando, que lo que no se ve hoy pero quizás se verá dentro de cien años es que ha sido un pilar estabilizador, pacificador y modernizador de este país tras uno de los periodos más lúgubres como comunidad: una guerra civil y 40 años de rancia dictadura. Esos elementos florecerán cuando la Historia mire este tiempo con la lupa serena de la distancia. Hoy, sin embargo, todo es furia. Tanta que incluso alcanza a los gobernantes. No parece el mejor síntoma, aunque sirva para vestirse con una capa de modernidad. Entre eso y mirar hacia otro lado, como hace la oposición de derechas, como si esto fuera 1985, hay una gama de posibilidades.

La impunidad vuelve a ser un problema de esta tierna democracia. El debate va más allá de si monarquía o república, ese dilema que hay días que a uno le cae como si ser del Real Madrid o del Barça. El debate tiene que ver con valores y con hábitos arraigados. El que se consolida en el poder lo siente tan suyo que cree que es el amo feudal del territorio y que está fuera de leyes. Lo hemos visto en la Comunitat Valenciana, con la pesada carga de la corrupción del PP. Aún sería deseable que algunos probos empresarios locales relataran y detallaran las conversaciones de aquellos tiempos en sedes institucionales y políticas. Ya sabíamos que nuestros líderes lo hacían por la prosperidad común que estaban convencidos que estaban generando, no solo por perpetuarse y, de paso, algunos, llevarse un pico. Lo hemos visto en Cataluña también con Jordi Pujol y su fétida herencia. O en Andalucía. Es una herencia carpetovetónica que bebe del pasado, bien ilustrada en la Restauración y el franquismo. El que se siente políticamente poderoso (en esa categoría obviamente no está hoy Felipe VI, pero quién conoce el futuro) tiende a obrar en este país como un cacique. Sea un rey o un pequeño virrey. Asume que sus actos están libres de castigo porque son al final por el mayor bien de un colectivo tratado como un rebaño infantil. Por ello, la inviolabilidad choca con la genética histórica. Mejor apartarla de los códigos públicos.

Si yo fuera Juan Carlos I desearía que 24 horas se convirtieran en cien años. En el largo plazo su figura tiene salvación. Quizá incluso un poco antes. No le queda más que confiar en el bálsamo del tiempo. Puede observar, como ejemplo, qué ha sido de todos aquellos que hace tres y cuatro meses echaban pestes contra los confinamientos y las restricciones. ¿Alguien sensato los cuestiona hoy? ¿Alguien se mira en el espejo de Trump y Bolsonaro? Lo peor del tiempo es la facilidad con que se olvida el día de atrás. Si hubiera auténtica memoria colectiva, algunos estarían hoy escondidos.

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