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Cuestión de confianza

Michael Robinson, en su programa de radio, le preguntó a un deportista con una enfermedad autoinmune cómo llevaba el día a día de su dolencia. Este le admitió que no le prestaba atención y que vivía de espaldas a ella. Añadió que no quería investigar en Google cómo iba a ser el avance y que intentaba seguir con sus rutinas, hasta que el dolor era tan intenso que le paralizaba. En ese momento, volvía a su médico, la única persona de quien se fiaba. Había elegido al mejor y confiaba en su criterio. Confiar, qué buena sensación. Si, además, eliges correctamente en quién hacerlo, bingo.

La confianza provoca que las Bolsas vayan al alza o caigan en picado. Hay equipos de fútbol que se van al garete una temporada porque dejan de creer en el criterio del entrenador, jefes que cesan a trabajadores en quienes han dejado de confiar y políticos que se rodean de voces afines a quienes llaman cargos de confianza. Hace años, durante un encuentro familiar en el que comíamos pollo al horno, un hueso maldito se me quedó encajado en la garganta. Recuerdo la sensación de falta de aire, sofoco y pánico. Miré a mi alrededor, todos seguían bebiendo, riendo y comiendo pollo asesino, salvo mi padre. Él fue el único que se dio cuenta de lo que pasaba, me sonrió y me dijo que no pasaría nada. Me dio un topetazo y adiós al ahogamiento. ¿Me salvó el golpe? Sí, pero también la confianza que me transmitió. Sin su aplomo, habría entrado en pánico.

Según las estadísticas, la confianza del consumidor subió casi ocho puntos el pasado mes de junio. La razón está en que algunos tienen mejores expectativas de futuro y esa mínima esperanza, aunque etérea, nos hace ser un pelín más felices. Hablando de felicidad, la perdí cuando una amiga se enrolló con mi amor platónico y la volví a perder cuando me enteré de que una de mis parejas me había puesto los cuernos. La confianza es curiosa. Cuesta ganarla, se pierde en un suspiro y, solo a veces, se recupera. Hace años me fui de terapia intensiva con un psiquiatra. Un fin de semana de maratón psicoanalítico del que solo recuerdo el símil de las patas de una silla y la relación de pareja. Según el doctor, un buen matrimonio (o como quiera llamarse) debe basarse en cuatro pilares: atracción, comunicación, amor y confianza. Si uno falla, la silla cae. Silencio en la sala.

Hay que cuestionar las cosas. Confiar no es lo mismo que tener fe. Para lo segundo, vamos a misa. Lo primero, se gana. Dejé de ir a un bar porque el dueño jamás me daba tique y me prohibía pagar con tarjeta. Un día explotó. Odiaba pagar sus impuestos y se justificaba en los casos de corrupción. Había una dosis de caradura, sí. Los políticos son responsables de la decepción, también. En estos momentos, con la economía, la esperanza, las perspectivas laborales y los ánimos por los suelos necesitamos que los partidos se alineen y vayan todos a una. Que cuestionen y sugieran todo lo que haga falta, pero que den la talla y se hagan merecedores de nuestra confianza. Piénsenlo antes de hacer según qué declaraciones. Lo contrario, ahora, es no estar a la altura.

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