El oxímoron «nueva normalidad» ha tenido un éxito innegable, anclándose como etiqueta simplificadora que sirve para que la ciudadanía en general entienda más fácilmente un concepto complejo, que afecta en alguna medida a diversos ámbitos de desenvolvimiento, tanto sociales como económicos.

La etiqueta no es nueva: el concepto nueva normalidad ya se utilizó en 2008 en Estados Unidos para calificar los efectos de la crisis de las hipotecas subprime sobre el crecimiento económico.

Mucho antes de la nueva normalidad, al menos desde 1987, el US Army War College, una institución educativa del ejército de los EE UU, comenzó a utilizar el acrónimo VUCA para referirse a los entornos caracterizados por la Volatilidad, Incertidumbre (Uncertainty en inglés), Complejidad y Ambigüedad de condiciones. Desde entonces, este término, que probablemente se ajusta mejor a la situación en que nos encontramos, ha dado lugar a numerosos estudios relativos a la estrategia empresarial ante situaciones inciertas, cambiantes y complejas.

Tampoco puede ignorarse que el carácter repentino de la pandemia de la covid, que algunos asimilan al fenómeno del «cisne negro» desarrollado en el famoso ensayo de Nassim Taleb, provoca una gran dificultad de reacción, al trastocar de un día para otro las condiciones sobre las que se construye cualquier estrategia empresarial. Desde luego, no conozco ningún plan de negocio que contemplara como escenario a considerar una pandemia mundial que obligase al confinamiento de la población.

En esta tesitura, la realidad zarandea caprichosamente los efectos que sufren las empresas, provocando tanto la crisis insuperable para negocios basados en el movimiento de las personas (turismo, restauración) como unas cifras excepcionales para otros cuya actividad se ve potenciada por el imperativo distanciamiento social (fundamentalmente ecommerce).

Los emprendedores y empresarios reciben consignas obvias, como que la caja es lo más importante (cash is king), y otras encaminadas a la adaptación de su actividad al nuevo entorno.

Ahora bien, lo anterior no será suficiente si no existe una apuesta muy decidida por parte de nuestro legislador para promover la conservación y recuperación de la actividad empresarial. En este entorno es imprescindible favorecer esa actividad y no ponerle impedimentos. Dificultar las inversiones de capital extranjero por el temor a que nos colonicen económicamente puede ser entendible, pero haciéndolo mal se pueden bloquear operaciones de captación de capital que no supondrían ningún riesgo de ese tipo. Ya está pasando. Dar una prórroga para que las empresas soliciten su declaración de concurso de acreedores vendrá muy bien para descongestionar momentáneamente los juzgados, pero la solución no es esa, sino que debería ser reformar adecuadamente la Ley Concursal para que esos procedimientos se orientaran mejor al reflotamiento de empresas viables. Nuestro legislador debe entender que las empresas son la base de la riqueza de nuestra sociedad, y no conformarse con asumir una «nueva normalidad» donde muchas de ellas caerán si no reciben un apoyo decidido.