Cuando en 1997 el Nuevo Laborismo alcanzó el poder, un miembro destacado del gabinete de Tony Blair le expuso a un amigo suyo, historiador marxista: «La crítica ya no basta. Ha llegado el tiempo de la acción». Se equivocó. La crítica era, en ese momento, más importante que nunca. Por un lado, acción, política, realismo, administración, praxis. Por el otro, crítica. La crítica hace avanzar. En una democracia, no puede haber poder sin crítica, y el poder a su vez ha de ser muy respetuoso con la crítica. La democracia es un juego de equilibrios. Se funda en la fiscalización del poder, en la deliberación colectiva, en la igualdad de derechos y en la transparencia. La oposición y la prensa son sujetos muy activos tanto en la esfera del control del poder como en el apartado de la transparencia. Sin el impulso de la prensa la esfera pública podría dejar de ser transparente. Cuando la prensa, en lugar de ejercer la crítica al poder, se pone a contar los pajaritos que pasan por el cielo, entonces una de sus funciones capitales se descompone y ya podría convivir con un estado autoritario sin sonrojarse. Lo mismo sucede con la oposición si exceptuamos algunos momentos excepcionales. Pasados éstos -la pandemia, por ejemplo-, la oposición ha de pedir cuentas al gobierno. Es la raíz de su existencia, aunque haya otros motivos paralelos que legitimen su paso por esta vida: subrayar los errores o déficits, abrir sendas nuevas, corregir desviaciones o aportar alternativas. En las sociedades abiertas, sin embargo, la fiscalización constituye su papel fundacional. La relación entre el poder y la transparencia es por naturaleza difícil, aunque la retórica del poder insista una y otra vez en el cumplimiento estricto de la divulgación de sus acciones y decisiones. El adjetivo «transparente» añadido a un gobierno democrático está de sobra, porque es un elemento inseparable de la democracia. En una democracia, el poder político tiene un contrato con la opinión pública. Todo lo que hace, piensa o proyecta lo ha de exponer ante la ciudadanía. No puede haber secretos, ni ocultamientos. Una democracia es como un inmenso escaparate luminoso. La democracia se basa en la visibilidad. Todo ha de ser visible, conocido, divulgado, público. El gobernante y el ciudadano están a un mismo nivel y comparten el flujo de información.

Recordada la obviedad -que sin embargo olvidan los gobernantes en cuanto se descuidan-, resulta extraño advertir por qué el Consell protege de cualquier responsabilidad mediante un decreto-ley a la comisionada para las compras de material sanitario «ante el riesgo de quebranto que pudiera derivarse de estas operaciones, que será asumido por la Generalitat». La comisionada es María José Mira, pero podría ser cualquier otra/o. La ocurrencia es mefistofélica y el autor de la idea debería pulular por los escenarios líricos, no políticos. La medida ha de ser inédita en la democracia valenciana -¿no?- y conduce a la orilla opuesta en donde pretende varar el Botànic: en riberas diáfanas, limpias, despejadas, libres de toda reserva o enmascaramiento. Mira estuvo el 18 de mayo en las Corts y explicó los 63 contratos que había firmado por más de 75 millones para obtener el material sanitario. Es lo que hay que hacer. Acudir a las Corts, clarear las desconfianzas y acallar las conjeturas. Y explicarlo todo, el origen, el nudo y el desenlace. Si las compras se han encargado a un empresario chino, taiwanés, nubio o vecino de Honolulú y éste resulta ser un espabilado sin escrúpulos que acaba timando a la Generalitat, pues habrá que notificarlo a la opinión pública y asumir el fraude. Si la compra de material necesario para la salud ha de pasar por un agiotista, rey de paraísos fiscales, emperador de violencias, cuya gestión es imprescindible para salvar vidas, pues se explica y ya está. ¿Por qué entonces blindar a la comisionada? En una democracia sana, recurrir a refugios insólitos o acorazarse ante posibles requerimientos -o trasvasar la responsabilidad al vecindario: la Generalitat somos todos- es extender sombras de duda sobre la conveniente administración de las cosas. Una administración de los productos sanitarios que, por cierto, se le hurtó a Sanidad, a cuya titular, Ana Barceló, le han de faltar horas de sueño en esta vida y en la eternidad posterior, tal ha sido su empeño y su dedicación -y su relato diario- en la peste actual.

El «momento Churchill»

La aprobación es unánime, y así se considera en todo el arco político, de uno a otro confín, desde las esquinas del PP a las de Compromís. Algunos lo expresan en público, otros en privado. Da igual. Ximo Puig ha salido del seísmo sanitario más que airoso. Si fuéramos escolares, le pondríamos nota: sobresaliente/notable. No es fácil que irrumpa hoy en las vidas cotidianas un «momento Churchill» (sangre, sudor, lágrimas, muerte, épica patriótica, emoción colectiva, amenaza externa) y Puig lo ha superado con suficiencia. También hay unanimidad en notificar la ausencia de Mónica Oltra, su inesperado paso atrás. Cualquier observador apuntaría tres posibilidades para esclarecer este retiro circunstancial, y tal vez no acertaría: 1) Versión malévola. En una crisis de esta envergadura, el cabeza visible suele salir chamuscado. Apartarse es ganar. 2) Versión magnánima. No sombrear al presidente ante la posibilidad de que otra voz -la suya- pudiera interferir en el discurso general. 3) Versión carambola. Puig no le dejó espacio y Oltra se dedicó a cultivar su «yo». Sea como fuere, y antes de que el mundo ruede bajo sus pies, esperemos que no, ambos habrán de conciliar sus voces. Porque el invierno económico que se anuncia hará temblar cualquier divagación política, y las colisiones entre los socios de gobierno serán de muy difícil comprensión. No digamos ya las impugnaciones partidistas a la colaboración institucional de todas las fuerzas políticas.