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Testigo de calle

Hambre, censura, autocensura y paradojas del periodismo

Yo, como millones, nací con la censura. Era tan tupida que tenías que haber sido aún más veterano que alguien nacido en 1948 para saber qué era el periodismo sin censura. En mi época, cuando empecé a escribir en el semanario Aire Libre de don Julio Fernández, no era posible discernir entre lo que se podía publicar o no, porque en la genética del oficio en el que empezaba ya estaba presente la censura como la única regla de posible cumplimiento.

Pasado el tiempo me integré en EL DÍA, donde su dirección permite que cada semana siga visitando páginas tan queridas. EL DÍA estaba dejando de ser, en ese momento, a mediados de los 60 del siglo pasado, Periódico del Movimiento; es decir, había sido privado, felizmente, de los emblemas nacidos de la victoria de Franco y era, en manos del muy buen periodista que fue Ernesto Salcedo, un periódico liberal, abierto a informaciones que rozaban la censura, igual que lo hacían, en otras latitudes, periódicos como Cuadernos para el Diálogo, TeleXprés o Diario de Mallorca.

Nosotros conocíamos a los censores, que hacían su trabajo en casa o en Información y Turismo; tomábamos copas con ellos por la tarde y por la noche nos enviaban las páginas tachadas. A veces dejaban pasar cosas que seguramente les resultarían poco graves, o simplemente el atardecer les había nublado el entendimiento de lo que era bueno o malo para el régimen, entonces ya en franco periodo de decadencia.

Luego vino, ya se sabe, la democracia, con sus consecuencias variadas en cuanto al ejercicio del oficio en los medios oficiales, es decir, del Estado, y los medios privados. Esa historia dura hasta hoy, naturalmente, y ya tiene tantos casos y derivaciones como para hacer una nueva crónica general de la censura o la autocensura en tiempos del posfranquismo. Pero de la que ocurrió en la dictadura aún no se cansa uno de admirar lo fino que hilaba el funcionariado encargado de cumplir la pureza del silencio sobre lo que no se podía informar. Recuerdo siempre con mi amigo Elfidio Alonso, con el que hice reportajes en el sur de Tenerife, la vez que el censor de la época nos tachó de un trabajo sobre el extremo subdesarrollo social de las viviendas de los habitantes de esa zona de la isla el hecho cierto de que la gente se abrigaba con mantas traídas del cuartel. Recuerdo perfectamente la línea roja que tachaba de la página esa alusión precisa.

Pero no pudo el censor de entonces tachar algo que yo mismo escribí, también en EL DÍA, sobre el hambre en Santa Cruz. Nada se decía en la ley de Prensa de que no se pudiera hablar del hambre en el país, de modo que aquel apunte sobre escenas de pobreza extrema en la capital de la isla se publicó sin más en la edición del periódico que salió a la calle.

Algún tiempo después pedí en el Gobierno Civil un pasaporte para viajar al extranjero. Tardaron tanto en concederlo que acudí a la sede de esa delegación para interesarme por el documento. El jefe de Policía, hasta entonces solícito con el periodista al que tantas veces atendió para otras cuestiones del trabajo, estuvo francamente desagradable, como eran los policías de entonces cuando se enfrentaban a un posible delincuente. Entonces, bueno es recordarlo, todos resultábamos, universitarios o profesionales, sospechosos de ser sospechosos.

Mi insistencia fue, al fin, premiada con la expulsión del despacho. Recurrí a instancias superiores con resultado nulo, hasta que misteriosamente me fue concedido un pasaporte para un solo viaje, que hice en junio de 1972, tres años antes de la muerte de Franco.

¿Un pasaporte para un solo viaje? ¿Qué he hecho? Años después un amigo escritor, Tomás de Val, hizo una investigación sobre el por aquel entonces gobernador civil de Tenerife, Antonio del Valle Menéndez, cuñado a la sazón del presidente Arias Navarro. Tomás dio con la correspondencia oficial de este gobernador leonés de gafas potentes y distancia de hielo. Entre las cartas (a la dirección general de Seguridad) encontró mi amigo un recorte de mi texto sobre escenas de hambre en Santa Cruz, con la indicación de que a este peligroso rojo no se le autorizara viajar al extranjero. Una mano liberal, al fin, alivió la instrucción y así pude ir y venir a Inglaterra, pero con un permiso de muy limitada caducidad.

La historia se me ha hecho larga, disculpan, pero es que la época fue infinita. A lo que quería llegar es al momento actual, en que se observa que periodistas que dicen lo que quieren, opinando e incluso informando, políticos que organizan, incluso desde sedes parlamentarias, manifestaciones que van contra las leyes de la salud, y personas que oyen o leen lo que se dice sobre la censura en la España de ahora, son capaces de decir que en este país se practica no hay libertad de expresión. Es cierto que, en muy pocos casos, yo diría que en uno solo, se ha dado ejemplo de dónde se hayan dado ambos fenómenos denunciados, la censura o la autocensura. Ese caso fue el del muy conocido informe policial de la Guardia Civil que dio al fin con el cese del señor Pérez de los Cobos. Luego resultó que el informe, sacado en parte de rumores o bulos de periódicos que también denuncian la falta de libertad en España, tampoco era para tanto. Opino (si se me permite) que antes de hablar de censura o autocensura se busque, con el afán que se requiere en periodismo, casos concretos que sustancien la denuncia. Repito: como se hace en periodismo.

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