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La misma piedra

El ser humano es el único que tropieza dos veces con la misma piedra. A veces, nos empeñamos en desmentir que somos un sapiens sapiens. Tenemos una tendencia casi irrefrenable a repetir errores, aunque durante el confinamiento pareciera que habíamos hecho examen de conciencia. Cuando, en 2001, los yihadistas destruyeron los budas de Bamiyan, en Afganistán, la comunidad internacional se llevó las manos a la cabeza. No sólo hicieron añicos el patrimonio artístico, también la memoria de lo que había ocurrido en ese mismo territorio siglos atrás. Simplemente, porque no encajaba con la mentalidad del momento.

Ahora resulta que nos molestan las figuras de Colón y Junípero Serra y también las derribamos, porque resulta que hace siglos éramos racistas. Vamos a suponer que esto es así, sin matices. Intentar borrar ese hecho de nuestra memoria colectiva supone menospreciar la evolución de la sociedad occidental para que la mayoría de sus ciudadanos dejen de serlo. Un cambio que no crece en los árboles, sino que es fruto del esfuerzo de quienes lucharon por la igualdad de derechos y del reconocimiento de la dignidad humana. Muchos dieron su vida. Les recuerdo que algunos siguen en la Edad Media.

Hablábamos de repetir errores. La mascarilla es obligatoria en Baleares, como lo es el cinturón de seguridad. Muy pocos discuten que deba serlo. Pero casi no han empezado a llegar los turistas y ya tenemos las primeras imágenes de borracheras descontroladas, sin distancia ni mascarillas. Cierto es que no necesitamos importar cafres; nosotros mismos hemos sido capaces de llenar los polígonos de botellones o los chalés de fiestas, mientras los locales de ocio nocturno siguen con toque de queda. Lo que parece que no terminamos de entender es que da igual: que la fiesta se traslada al día, auspiciada por empresarios irresponsables -que, afortunadamente, son una minoría-, o a otros escenario. Sin embargo, puede que éstos sean más difíciles de controlar. Por su dispersión o desconocimiento.

Apuesto a que, si les hubieran preguntado a cualquiera de ustedes por dos destinos de turismo de borrachera en Mallorca, la respuesta habría sido Magaluf y Playa de Palma. Incluso puede que el propio govern -que, recordemos, es ahora el responsable de gestionar la crisis sanitaria- hubiera contestado lo mismo, teniendo en cuenta que son las zonas que aparecen en su propio decreto. Pero resulta que -oh, sorpresa- son los primeros sitios donde hemos visto guiris borrachos saltando encima de los coches. No se podía saber. También fiestas en la piscina de los propios hoteles, mientras los empresarios nos dicen a los mallorquines que los turistas van a dejar de venir si les obligamos a llevar mascarilla -por lo visto, sólo les molesta a ellos- o aseguran que tenemos que arriesgarnos a importar algunos casos de Reino Unido para no morir de hambre. Claro que había que abrir ya el aeropuerto. La cuestión es cómo -con qué controles- y para qué.

Se me ocurren varias preguntas: ¿cómo vamos a controlar el cumplimiento de la mascarilla obligatoria en todo el territorio si somos incapaces de poner coto al desfase en dos zonas muy concretas, conocidas más allá de nuestras fronteras precisamente por el desfase? ¿Cuánto dinero pensamos que nos dejan realmente estos turistas? Si ni siquiera una pandemia con miles de muertos impide estas escenas, ¿hasta cuándo vamos a tolerar este turismo por muchos decretos y titulares que dediquemos a su erradicación? Veremos, en suma, cuántas veces somos capaces de tropezar con la misma piedra.

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