He vuelto al pueblo. Como siempre, entre las primeras cosas que he hecho, ha sido abrir con urgencia las ventanas de la casa despues de permanecer meses cerradas. La luz exterior ha entrado en las habitaciones como un rayo de victoria. Un ligero movimiento en la llave del agua, y ésta ha comenzado a salir a trompicones como si también quisiera celebrar el fin de todos estos meses de clausura. El frescor interior de la parte más baja de la casa sirve de barrera de aislamiento al calor sofocante de julio que gobierna en el exterior. Los saludos a los vecinos se van sucediendo. Las historias de estos meses pasados se cuelan inevitablemente en el reencuentro. El miedo, la solidaridad, la soledad, la tristeza o el optimismo como artículo de primera necesidad, se mezclan en las vivencias de todos estos meses pasados en reclusión. Los trabajos en las huertas vecinas marcan el ritmo diario esperando dentro de unas semanas comenzar a dar sus frutos. Algunos de los terrenos muestran recién estrenados campos de lavanda. El horizonte es un arco iris del violeta al azul celeste. Los juegos de los niños en la plaza al caer la tarde se repiten como cada verano aunque sin la animación de otros años. Visita inexcusable a la carnicería que sigue siendo uno de los puntos de encuentro más animados. Hasta allí acuden vecinos otros de pueblos de la comarca. Disponer de una carnicería con dispensador de ticket de turno da una idea de la notoriedad del establecimiento en toda la comarca. Ah, me olvidaba decirles que estamos en el Rincón del Ademuz, ese espacio geográfico donde la palabra encrucijada tuvo su carta de nacimiento.

Recupero con alegría algunos de mis hábitos preferidos como ir al horno de Elvira en Ademuz a comprar magdalenas. Esta vez también me he llevado una empanada donde se han depositado trozos de orza, de pimientos, como si se tratara de un mosaico artístico digno de Cezanne, cuando este dejaba de pintar manzanas. Hay que madrugar antes que el sol descargue toda su excelencia solar. De muy de mañana paseo con los perros por alguno de los caminos que rodean al pueblo. Los sonidos de la naturaleza despiertan todos sus sentidos mientras recogen con entusiasmo ramas, trozos de mazurca de maíz, todo lo que se puede coger y de paso esconder, como si se tratara del botín más preciado de la tierra. Con el móvil repito el ejercicio de capturar algunos pedazos del paisaje. En Torrebaja, uno de los municipios que forman la comarca, se reúnen silenciosamente en medio de una exuberancia vegetal, el Túria y su afluente el Ebrón, para seguir haciendo camino hacia territorio Ademuz. Algunos manzanos, los pocos que han sobrevivido en el término municipal, muestran ya sus pequeñas manzanas de un verde luminoso. Mi amiga Montse de la farmacia del pueblo, exhibe en sus ventanas un florido y plástico escaparate como si estuviéramos en una de esas postales típicas del Tirol. El campanario de la iglesia sigue marcando escrupulosamente las franjas horarias como los altavoces de los vendedores ambulantes que nos recuerdan cada temporada los magníficos melones de Tomelloso y los dulces melocotones de secano que se derriten en la boca. Todo sigue igual. Hasta la bocina estruendosa del camión del butano anunciando su llegada por las calles del pueblo cada viernes, como si fuera conducido por Arnold Schwarzenegger.

Al caer la noche, las primeras estrellas comienzan a anunciarse por los perfiles de las montañas vecinas. Despues, ya entrada la noche, volveré a mirar ese mar de constelaciones tratando de identificar algunas de ellas. «Ah, ahí está el Gran Carro de la Osa Mayor» exclamaré con orgullo astrofísico. Y volveré a seguir el camino lechoso de la Vía Láctea cruzando el firmamento infinito. Y entonces, de repente, el aire se llenará de un olor intenso a tomillo, pino, romero y espliego.