Manifestarse contra Procusto y su habito de ofrecer a sus huéspedes una cama a la que forzosamente se debían adecuar (bien estirándoles, bien cortándoles lo que de piernas o cabeza sobrara) es enfrentarse a la intolerancia, es reivindicar el valor de las diferencias que la propia naturaleza nos proporciona sin que ello afecte a la igual dignidad. Pero hoy, tan pegados como estamos a lo políticamente correcto, significa también ni más ni menos que ser políticamente incorrecto, no pensar igual que todos y, sobre todo, no empecinarse en imponer a todos el propio pensamiento y, como contrapartida, no permitir que nos lo impongan.

Parece mucho más grave querer imponer el pensamiento propio a los demás que dejarse influir cómodamente por el pensamiento único (o casi) predominante. Pero el resultado es igualmente nefasto para la comunidad en que nos desenvolvemos, es la opresión de la igualdad impuesta por malentendida, es el amargo sabor del café para todos, incluso para aquellos a quienes no gusta.

Es, lamentablemente, lo que se encuentra hoy por doquier; y, como colmo y contradicción de lo que debiera significar en nuestras vidas (y hasta ahora significó), también lo hallamos en la Universidad; la institución que tanto ha nutrido nuestras vidas directa o indirectamente (en mi caso en todas las formas posibles y hasta excluyentes), alimentando el pensamiento, la razón, el sentimiento y por consiguiente, también, la diferencia que posibilita el debate y la controversia, que renueva el pensamiento, genera dudas, posibilita rectificaciones o, simplemente, confirma viejos o nuevos planteamientos.

Todo ello sobrevive (aunque no con la vitalidad deseada) en una parte de la institución, la que hace del docente un investigador, más o menos «arrastrado» y acosado por las exigencias cuantitativas de publicaciones, de soportes valorados (más bien «medidos») según métodos standarizados por quienes han hecho de la metrología, de los ítems, referings, etc., la esencia de la medición científica con la que nos van calificando justamente aquellos a quienes no van dirigidos nuestros escritos (tal vez porque los destinatarios ni los leen ni disponen de tiempo para ello en una época en que el papel escrito en las Universidades -afortunadamente suplido cada vez más por las nubes- podría pesarse por toneladas. ¡Qué curioso! ¡Nos vamos asimilando cada vez más a la burocracia europea, también caracterizada por el peso de sus informes!

Pero la Universidad con docentes investigadores no es nada, o es otra cosa. El docente tiene sentido porque hay discentes, sin los cuales aquel no hace falta. Y por ello la docencia no se debe standarizar porque sin comunicación, sin trato personal, no hay nexo entre los dos principales elementos de la institución ya mencionados. Puede haber máquinas, pantallas y tecnologías auxiliares de todo tipo pero la convivencia en el estudio y la participación en el esfuerzo (cada uno desde su posición) es otra cosa. No hay cosa que me sorprenda más que al encontrar alumnos de tantos años (que es lo más grato para el docente entrado en años, cuando te nombran por tu propio nombre) y comentar de otros tiempos, confiesan no recordar el nombre del profesor de una u otra asignatura y hasta han olvidado si era hombre o mujer.

Pensará el lector que qué tiene que ver todo ello con el elogio de las diferencias. Tiene que ver mucho; porque solo con el contacto personal y directo se conoce al otro. Una madre conoce perfectamente lo distintos y hasta opuestos que pueden ser sus hijos y no por ello deja de quererlos igual; es más, solo se les puede tratar en justicia cuando se (re)conocen las diferencias de quienes dependen de nosotros. Y el alumno en cierto modo depende de nosotros, al menos en una porción de lo que para él y su vida futura tanto le importa, pero además puede llegar a conservar algún recuerdo personal (incluso anecdótico) que también le puede influir. Yo recuerdo tantas cosas de los grandes profesores de esta Universidad, incluso sus gestos y formas de explicar; y diré más, no solo de los míos sino de algunos de Medicina o de Historia cuyas peculiaridades comentaban sus alumnos con frecuencia.

Y eso no debería perderse por más que las tecnologías nos ofrezcan hoy tantos medios instrumentales. Y voy a lo que más me preocupa: ¿cómo puede dejarse en manos de un programa informático el momento más decisivo tras un año de trabajo?

De entrada diré que el programa a que me refiero hace una serie de operaciones matemáticas en las que se excluyen los decimales redondeando por abajo. Por ejemplo, si ha de sumarse 2,095 con otros valores, la maquinita suma 2,00; si el resultado final es 6,9 así se queda, lo que equivale a aprobado cuando es obvio que el alumno merece el notable. Me da cierto pudor contar esto pero es lo menos después de comprobar que hay quien no tiene el pudor de aplicarlo a rajatabla, sin entender la función del profesor aunque se viva de ello. Es muy probable que en un examen final se obtenga la extraordinaria nota de 9 o más. Pero no vale porque después llega el tío Pepe con la rebaja: lo que llaman evaluación continua que, cuando se entiende mal, recibe la peor aplicación posible.

Lo he dicho muchas veces en intervenciones orales y lo escribiré ahora. Toda la modernidad que se cree haber introducido con la llamada evaluación continua llega tarde pero no importa si no se la interpreta mal. Comienzo por decir que el Profesor Broseta nunca me examinó (y no era el único caso), ni falta que hacía según él, que había ido observando a lo largo del curso la evolución de algunos alumnos, sus respuestas a las preguntas que formulaba, sus intervenciones, etc. Y eso es lo que he ido aplicando desde que los grupos fueron reducidos al máximo de 50 (cosa que era imposible cuando teníamos 400 o más en un grupo).

Pero ahora la evaluación continua puede y, de hecho, es otra cosa: una película, una conferencia que puede no interesar en absoluto al alumno pero va y firma para tener otro punto, un trabajo que nunca se sabe quién ni cómo se ha hecho, etc. Pues bien, esa variedad de cosas puede que sean muy formativas pero lo único seguro es que rebajan a quien no las pueda cumplir nada menos que un 30 % aun en el caso de haber obtenido un 10 en el examen final. ¿Es lógico?

No lo sé. Pero sí sé que es discriminatorio con el diferente, con quien no sigue al 100% los protocolos, o como se quiera llamar. Y no puede seguirlo quien no goza de la salud o quien ha de trabajar por necesidad. Claro que sería más fácil que no se metan en camisa de once varas. ¿Para qué se pone a estudiar un enfermo? o ¿por qué cuando a mitad carrera enferma no lo deja para siempre? Y el que trabaja, ¿Qué pinta aquí desconcertando nuestros bien organizados protocolos?

Es lo que hay, se dice ahora. Y esto es lo que no entiendo que no nos rebele a la inmensa mayoría, a los que estamos bien acomodados entre las líneas maestras de la «normalidad», no sé si nueva o vieja pero injusta, discriminadora y sobre todo cómoda. Si yo estoy bien ¿para qué he de preocuparme? Si total esto es «el mundo feliz»: todos iguales, por el mismo caminito, tomando café. Si Huxley levantara la cabeza¡¡

En definitiva, nuestra querida Alma mater, la madre que alimenta nuestro espíritu, no tanto con acúmulo de conocimientos cuanto inculcándonos y desarrollando la capacidad de pensar, reflexionar, discurrir, no puede en modo alguno convertirse en sede de lo ilógico con el pretexto de incorporar altas tecnologías; no puede desconocer la realidad que es todo menos igual para todos, ni puede renunciar a aquello que nunca podrán ejercer las nuevas tecnologías: la equidad que sí respeta las diferencias.