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Matías Vallés

Al azar

Matías Vallés

Cae Podemos, crecen los radicales

El ansiado hundimiento de Podemos no ha supuesto la restauración del statu quo ante, también llamado el bipartidismo perdido. Quienes ansiaban desembarazarse del partido incordiante, sufren la decepción de que el retroceso alumbre variantes todavía más radicales del ejercicio político, en lugar de devolver el debate a la Arcadia feliz turnista. Expresado con números, el partido de Pablo Iglesias se derrumba en Galicia y Euskadi, pero con el triste resultado de que el PSOE también se estanca sin aprovechar el hueco en ambas regiones.

Peor todavía, Podemos sin colmillos es sustituido por formaciones a su izquierda, que cosechan más de medio millón de votos en un solo domingo. Los socialistas no obtienen la segunda plaza en ninguno de los territorios en liza el pasado domingo, y cabe afirmar que son terceros porque no quedaba otro remedio. Un partido que aspira a gobernar un país no debería conformarse con la medalla de bronce en ninguno de sus territorios. Y el PP de Casado ha logrado empeorar esa marca en Euskadi.

Sin ánimo de ofender, las efigies de Marx y Lenin convierten a BNG y Bildu en partidos que se limitan a suscribir los enunciados de Podemos, con el matiz de que la vertiente soberanista acentúa su verosimilitud. La tendencia al ensimismamiento nacionalista se verá acelerada por la pandemia. El coronavirus ha supuesto el juicio final a la globalización. El confinamiento no es una coacción, sino una tendencia. Mi ciudad, mi valle, mi provincia, vuelve la década del "yo" que Tom Wolfe situó en los años setenta. El estrechamiento de los límites geográficos tiene su correlato en las urnas. Los ávidos por la liquidación de Pablo Iglesias pueden afrontar la sorpresa de parlamentos todavía más hipertensos.

Pablo Casado no solo estalla contra el veredicto de las urnas para hacerse perdonar su catastrófico influjo electoral, sino porque advierte que jamás gobernará un país donde florecen BNG, Bildu, PNV o incluso el PP regionalista gallego. "No toda España es igual", la reveladora frase de Núñez Feijóo durante la programación del desconfinamiento. La atomización identitaria del Congreso debilita a los populares auténticos, con Ciudadanos más difuminado que Podemos y la obligación de cargar en la mochila con la granada sin anilla de Vox. Aparte de que el presidente de la leal oposición necesita un abanico de excusas tan amplio como sea posible.

Conviene volver deprisa a Podemos, porque nadie lee artículos sobre Casado pero todo el mundo está dispuesto a saborear una novela en la que Pablo Iglesias acaba mal. Maquiavelo aconseja a su príncipe que no deje malherido a un rival. En una curiosa variante de los riesgos de un trabajo a medias, el regocijo por la extinción autonómica de Podemos olvida la diseminación de fuerzas quizás más competentes y cohesionadas. El secretario general del partido emergente concentró tanto poder en su persona que succionó la creatividad de sus marcas regionales. Se ha inspirado en Rusia, pero en la época de Catalina la Grande.

Cinco años atrás, Podemos encabezaba las encuestas camino de unas hipotéticas elecciones. El partido ahora desfallecido frenó el independentismo catalán, jugó un notable papel en la abdicación de Juan Carlos I y ya desde el Gobierno ha suavizado el impacto de la pandemia sobre las clases desfavorecidas. La renta mínima vital sería incomprensible sin la vicepresidencia de Iglesias. Pese a ello, ha pagado la integración con la desintegración.

Dan ganas de sentenciar que Iglesias paga la reconversión de su partido en un sultanato, pero esta opinión quizás se emite voluntarista desde un prejuicio moral que la política no puede permitirse. Ninguna formación ha sido escrutada con la minuciosidad de Podemos, hasta el punto de que los apriorismos desvirtúan las polémicas en que se ve envuelto.

Por ejemplo, desde el compromiso de leer todos los comentarios editoriales de Vicente Vallés contra Podemos, el pujante anchorman no debe quejarse de la virulencia de las réplicas. Iglesias no puede insultar al periodista de lujo, porque no hace falta remitirse a Juan Cueto para demostrar que el prime time de un canal puntero supera en impacto a un debate en el Congreso. Para soslayar la dictadura de los ofendidos y la proliferación de víctimas ilesas, es importante defender el derecho de los periodistas a ser imsultados, en estricta proporción a su importancia. A cambio, esta aceptación debería implicar el aforamiento virtual que proscribe la injerencia de los tribunales, porque siempre acaban desvirtuando el debate. Más de un teleprogramador debe contar las horas que faltan para expulsar a Iglesias de la política, y sentarlo en un cara a cara con Vicente Vallés.

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