Habermas tiene por fin su biografía. Derrida tiene dos, que yo recuerde. La de Benoit Peeters, que reorganiza los textos autobiográficos del propio Derrida, sus entrevistas, sus confesiones, los testimonios de sus amigos y las dos películas que le dedicaron; y la de Janson Powell, una guía de lectura más bien convencional. Foucault tiene la de David Macey, reconstruida en 2019; la de Didier Eribon, que vio la luz 1991; y la extraña de David Halperin, «San Foucault: por una hagiografía gay». Habermas, que ha tenido la fortuna de una larga vida, ha tenido menos suerte. Por fin tiene su biografía, pero solo dispone de la de Stefan Müller-Doohm.

La razón de esta diferencia reside en que Habermas no es un personaje literario. Peeters pudo comenzar su biografía de Derrida así: «Nadie sabrá nunca desde qué arcano secreto escribo yo. Y que yo exprese esto no cambia nada». Uno no puede presentir en la obra de Habermas un secreto originario. Foucault es un personaje literario. ¿Quién no ha buscado saber algo de su peripecia americana? Pero Habermas no provoca curiosidad morbosa. Otros autores de su época tuvieron que hacer dolorosas confesiones por su pasado nazi. Habermas ya tuvo bastante con sobrevivir a compañeros convencidos de pertenecer a una raza superior, él, con sus labio leporino y su dificultad verbal, poco funcionales para encarnar un pueblo de señores. En todo caso, fue bendecido con la gracia de un «nacimiento tardío», aunque lo llevase a una existencia poco heroica.

Él mismo dijo de sí que su vida no había sido en ningún sentido espectacular, y lo creemos. Toda ella presenta, para el lector atento, una evolución discernible, pero nada escandalosa. Un movimiento tenue desde posiciones democráticas a posiciones rigurosamente democráticas. Lo que esta biografía reivindica, ante todo, es la necesidad de disolver esa supuesta continuidad entre la Teoría crítica de Adorno y Horkheimer y el programa filosófico de Habermas, basado en la teoríde la acción comunicativa. Lo que nos descubre es que nadie pretendía aquella continuidad. Los números de la mítica Revista para la investigación social, de la Escuela de Frankfurt, estaban secuestrados por el mismo Horkheimer. Habermas, por tanto, tenía sus propias ideas desde el principio. Y ellos lo sabían. Era una nueva generación y tenía algo nuevo que ofrecer.

Lo hizo y lo sigue haciendo. Cuando se cierra balance de una vida así, la conclusión se impone. Es una existencia ejemplarmente fiel a sí misma. Una vida limpia y coherente. Todo lo interesante, dramático o intenso en ella son sus debates intelectuales, que alimentaban luego sus libros. Hay algo de visión ilustrada de la filosofía, y este libro la respeta. Nos ofrece una biografía del corpus de Habermas, no de su cuerpo. Pero con matices. Un debate de Habermas no es una anécdota prescindible. Es fundamental para entender el sentido de sus grandes textos. «La filosofía académica, dijo una vez Derrida, ha estado siempre al servicio de este designio autobiográfico de memoria». Si es así, en este caso se trata de una autobiografía que cree en la fuerza de la opinión pública y fortalece de forma continua su calidad con los mejores argumentos. Nada personal, autoafirmativo, ni narcisista se proyecta en ellos. Habermas exige a sus lectores que no lo traten como si lo conocieran, algo muy saludable.

Lo que no puede dejar de hacer el lector de esta biografía es conocer mejor la vértebra última del filósofo. No es que estuviera durante bastante tiempo influido por Heidegger y dominado por la centralidad de la cuestión de la técnica; ni que apreciara que no existía una suficiente ruptura democrática respecto de la cultura política anterior a 1945. Más importante es que, tras la tesis doctoral, se mostrara indispuesto con el trabajo intelectual en las Facultades de Filosofía, y esto por razones morales. Pero lo más significativo es que entonces se lanzara al trabajo de periodismo intelectual, en uno de los medios más interesantes del momento, Der Merkur. Fue allí donde forjó su taller filosófico y donde mostró su mayor virtud, la de ser un lector atento de la filosofía de su tiempo, algo de lo que dejó prueba inigualable en su Perfiles Filosófico-Políticos, una demostración de sobria generosidad entregada a la más sutil comprensión del pensamiento de los grandes.

Habermas se formó en los grandes debates de los años 50 contra la militarización, la política de bloques, la decisión alemana en relación con la bomba atómica y la creciente hostilidad al comunismo como elemento identitario de la nueva república federal. En realidad, esos fueron los debates constituyentes de la atmósfera intelectual de la RFA. Cuando miramos las cosas con la debida significatividad, vemos que la ética discursiva ofrecía la base teórica adecuada para encarar como escenario de futuro la conversación entre tradiciones políticas firmemente arraigadas en los mundos de la vida históricos. Se ordenaban bajo el principio conservador de exigencia de libertad, por una parte, y el principio socialista de lograr una material igualdad en el reconocimiento de la dignidad de cualquier persona, por otra. Que Habermas llevara adelante esta propuesta con armas teóricas del pragmatismo americano venía dictado por la aspiración, finalmente defraudada, de mantener a Estados Unidos en esta conversación y en fidelidad a la época iniciada por el New Deal.

Al final, Estados Unidos se rindió a la Deconstrucción como puerta hacia los estudios culturales, y Habermas vio cómo el magnífico esfuerzo de Maccarthy de 1978 no tenía continuidad. La época marcada por Rawls y la teoría de la justicia tenía los días contados. La Deconstrucción ofreció el método para dignificar cierta ética liberal en la época de la globalización. En este sentido, se puede decir que la filosofía de Habermas, que es el destilado normativo de las tradiciones europeas ilustradas, mostró un anclaje en el mundo de su juventud, cuando se tenía que recomponer la vida social, cultural y política tras la tragedia nazi. Mientras tanto, el mundo de la vida ampliamente tecnificado de la revolución neoliberal, exigía el desanclaje de aquella época en la que las tradiciones políticas mostraban la necesidad de diálogo en un Berlín dividido.

El Discurso filosófico de la modernidad, de 1988, mostró la limitación de la flexibilidad de la poderosa inteligencia de Habermas para hacerse con el significado epocal de Derrida y Foucault. Sin embargo, el privilegio de una larga vida tiene a veces consecuencias. En este caso podría ser la de ofrecer a la obra de Habermas una nueva oportunidad, su valor imprescindible para la memoria de las sociedades que, en esta crisis sin precedentes, quieran seguir vinculadas a mundos de la vida democráticos y deliberativos. Esta biografía nos lo recuerda y nos lo propone.