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La suerte de besar

Quien bien te quiere...

Mataría por una tortilla con perejil. Por una tortilla con perejil de las que hacía mi abuela. La ponía sobre un plato de porcelana blanca y un mantel de hilo con una inicial en color azul. Azul tirando a azulón. Cuando una amiga se quedaba a cenar, también sacaba unos platillos pequeños para el pan. Era una de sus maneras de agasajar. Los buenos anfitriones son los que hacen que el invitado se sienta especial.

Hace unas semanas, algunos se burlaron de los trabajadores que aplaudían a los primeros turistas que llegaban tras el confinamiento. Que si Bienvenido, Mister Marshall, para arriba y que si paletos, para abajo. Pensé en las familias que, por fin, iban a recibir unos ingresos a finales de mes y no me faltaron las ganas de aplaudir. De aplaudir, a pesar de muchas cosas. A pesar de que esta crisis sanitaria demuestra que nuestra principal fuente de riqueza es, también, nuestra principal fuente de pobreza. De que sigo creyendo que hay que encontrar el equilibrio entre turismo, sostenibilidad y buena convivencia. A pesar de que más nos vale devanarnos los sesos para encontrar nuevas oportunidades de desarrollo económico y de lo vulnerables que somos cuando nos lo jugamos todo al mismo número. A pesar de eso, comprendo el alivio. Y el aplauso.

Todos nos hemos llevado un bofetón. De los grandes. De los que aumentan de intensidad tras el golpe. Tenemos miedo y la tensión pasa factura. Quiero creer que es esa resaca la causante de que algunos empresarios declaren que, ante la obligatoriedad de llevar mascarilla, los turistas deberían ser la excepción. ¿Perdona? Si lo que se defiende es que nosotros vayamos tapados y ellos a cara descubierta, sí merecemos protagonizar una película de ridículos y de falta de respeto hacia los locales. Salvo Donald Trump, Boris Johnson, Bolsonaro y un médico destituido que pasaba consulta en Formentera, la mayoría de profesionales de la salud defienden el uso de la mascarilla para prevenir los contagios. ¿Usarla siempre? Quizás, no, pero el aumento de positivos requiere de medidas drásticas y, cuanto antes, mejor. Si tuviera ganas de viajar, que no las tengo, y dinero para gastar, que tampoco lo tengo, me pregunto dónde me iría de vacaciones. Como no hay lugar en el mundo exento de Covid-19 (y aparentar lo contrario es de estúpidos), elegiría uno con unas medidas de protección claras y no le haría ascos a que fueran estrictas. Me decantaría por un lugar limpio, disfrutón, respetuoso con el medio ambiente, pero que se toma en serio la salud. La de todos, empezando por los lugareños. Quien bien te quiere, te mima, te cuida y te protege. Contrariamente a lo que algunos creen, ser rigurosos sí transmite la imagen de ser un destino seguro. Ser exigentes con la protección, pero cálidos en el trato, es la diferencia entre los que generan confianza o los que defienden quimeras.

Aquí hay una oportunidad. Que nos perciban como una comunidad seria y de calidad pasa por promover que todos respetemos las reglas del juego actual. Los de aquí, los de allí, los mandamases, los que no lo son, los trabajadores, los que aplauden y los que no. Si hay que ponerse la mascarilla, se pone. Y punto. Los lugareños seremos buenos anfitriones. Siempre lo hemos sabido ser.

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