Hablando sobre la reincorporación de las cucarachas a nuestra Nueva Normalidad, un amigo se lamentaba de que no se hubieran impuesto -¿quizá con un bando del Ayuntamiento?- las de siempre, esas extraordinarias, gordas, negras y lentas cucarachas de nuestra infancia, criaturas salvajes de largas antenas que las nuevas generaciones de ecologistas nunca podrán disfrutar ni en las humedades más oscuras del Bioparc. Fueron expulsadas del edén europeo por otras voladoras, veloces, trepadoras y de mayor capacidad reproductiva que llegaron de América, entre la ropa y enseres de los viajeros de avión.

¿Por qué no existe un romanticismo aplicado a la cucaracha alemana, un Kakerlakeromantik que nos impulse a añorar la belleza de su diseño compacto, de su comportamiento ejemplar? Sin duda porque sobre las cucarachas existe un tabú, como existió un tabú sobre el sexo que engendró al Romanticismo. Y desde hace setenta años, después de la publicación del informe Kinsey que hablaba del tabú de la sexualidad, existe ahora un tabú sobre la sentimentalidad. Y alimentado ni más ni menos que por falsos sentimentalismos.

Arriesgas más al afirmar romanticismo en tus relaciones con el mundo y con los demás que aireando tu atracción por lo físico o por las riquezas materiales. Rechazando lo material y lo físico demuestras debilidad frente al poder del sexo, del dinero y de los caprichos de tu Yo, medida de todas las cosas.

Nada de ruinas recubiertas por la hiedra a la luz de la luna: una foto, aficiones, un like, un match y si no es un miérder, ya tienes un crush para que te ame mientras tú, que no eres tonto, te reservas la jugada para amar recíprocamente. A nadie le importa a priori que te gusten las anémonas, por ejemplo, porque en el algoritmo manda lo estándar hasta en lo particular. Hay que amar lo freak inteligente, el subnopop, la caspa, lo geek y lo raunchy. Ya nada existe por azar en el Cosmos; hay público para todos los fenómenos, tú has creado tu estilo propio y la entrada al juego es gratis.

Sí, es un nuevo romanticismo. Pero la gran diferencia con el viejo romanticismo, ahora tabú, es que en el nuevo parece que las cartas estén sobre la mesa. Se manifiesta a través de una naturalidad modelada con guiños a la cámara. Lo falso es lo new real. Se llega al refinamiento de que reconocer que eres un hipócrita es ser doblemente sincero. Si el filtro de amor de Tristán e Isolda duraba tres años, ya no existen barreras temporales, ni importa tener descendencia. Basta con que un personaje someta al otro a su voluntad narcisista.

No hay explicación a que sigamos aún la pauta del embellecimiento de la realidad que proclamaba el romanticismo clásico. Sólo sabemos que lo único que se deja hoy al azar es el idealismo. Vivo en mi mierda real pero, si nadie se enterara, recitaría el poema 'Pájaro azul' de Bukowski: «hay un pájaro azul en mi corazón que quiere salir pero soy demasiado listo, sólo le dejo salir a veces por la noche, cuando todo el mundo duerme». El idealismo existe, pero como no es alcanzable, se deja para el final. Lo principal es mantenerse escéptico.

Hace unos días, un reportero televisivo manifestó su fastidio por tener que retransmitir la noticia de que Toledo estuviera en alarma amarilla, «37 grados -dijo- mi fiebre en temperatura corporal» y devolvió la conexión por si tenían cosas más interesantes que contar. Le replicó horas después el hombre del tiempo de la misma cadena llamándole «cuñao» porque «el tiempo es siempre noticia». Traducción, no antepongas tus inútiles sentimientos de rebeldía a la realidad general. La crónica diaria de las variaciones de la climatología, tema esencial en los ascensores, existe porque alguien decide que lo poco que se habla en un ascensor sea noticia y no otras informaciones.

Los viejos sentimientos y comportamientos individuales, como el amor, la bondad o la resistencia personal a las consignas, importantes reacciones del ser humano a su entorno, no tienen buena prensa frente a los nuevos sentimientos colectivos. Estos nuevos sentimientos, como los alentados en el movimiento freak, son una parodia de la realidad. Aunque en voces minoritarias, se escuchan descalificaciones como «buenista», «ñoño» o «bocazas» para integrar a los disidentes al orden. Por otra parte, se acreditan responsabilidades colectivas a la masculinidad, a la heterosexualidad, a la supremacía blanca o a la colonización, como males a destruir. Pero son las relaciones mal comprendidas que mantenemos entre todos lo que provoca la crispación identitaria. Ya sean amistosas, profesionales o afectivas, las relaciones suelen formarse entre dominante y dominado.

Unos mandan y otros obedecen por miedo, necesidad o por interés. Se atraen en una relación de dependencia en la que no siempre es siempre el mismo quien manda. La identidad de hoy se construye contra en vez de construirse con. Si tardamos años en explicar que la palabra tolerancia no expresaba más que otra forma de ver al otro desde el punto de vista paternalista del más favorecido me temo que pasen muchos más hasta que se entienda un concepto tan básico como la otredad. ¿Suena raro? No es más que el conocimiento de que lo que somos es lo que nos diferencia de los otros. No podemos saber quiénes somos si no sabemos quiénes son los demás.

Obviamente este problema no lo tenemos con las cucarachas. Las que identificamos rápidamente como lo que son. No nos ocurre lo mismo con las personas que tienen una diferencia pequeña, pero significativa, que no percibimos en nuestro día a día.

El romanticismo está bien para artistas sensibles que aprecian a la cucaracha alemana con nostalgia. Pero no como argumento para que cualquiera desee la destrucción de los blatódeos (cucarachas, no me quería repetir) como la felicidad suprema. Cada cual está donde debe estar y cumple su función biológica pese a quien pese. Pero el nuevo romanticismo parece querer aniquilar todo lo que le molesta, aún siendo imposible, como una solución final. Matar por matar. Imaginando realidades ficticias. Sin sentimientos, sin más motivo real que el interés propio. Algo tan solo un poco más espantoso que amar por amar, porque sí, porque lo hace todo el mundo, por costumbre, por entretenimiento o por un mal entendido sentimiento de falso romanticismo y absurda libertad carente del cordón umbilical con el mundo en que habitamos.