Tiempos convulsos, difíciles. Las economías del mundo están comatosas por culpa de un bichito microscópico que ha puesto frente al espejo al hombre. ¡Cuán débil soy si, capaz de fabricar armas de destrucción masiva contra otros hombres, soy incapaz de derrotar a un ser que ni siquiera sé si es un ser y que esquiva y parece reírse del poder de la Ciencia. Se ha parado el mundo ante un enemigo invisible. Se reúnen los dirigentes para analizar cómo salir de esta situación. Todos hablan de dineros para que la miseria no se extienda allá por donde parecía que la abundancia sería eterna. ¿Cómo explicar a un pueblo acostumbrado al bienestar que ha de afrontar una situación quien sabe si peor que la de una guerra? ¿Cómo explicar estos peligros a un pueblo que, como los niños malcriados, siempre tuvo la nevera llena, una cama caliente y juguetes hasta aburrirse?

Unos gobiernos como el español piden y otros nos recuerdan la fábula de la hormiga y la cigarra. No echan mano de reputadas escuelas de economías, ni de alambicados argumentos€R ecuerdan la sencilla pedagogía de las fábulas infantiles. A todas estas, quién sabe si para contener revoluciones o porque es el guión que preparan asesores con sueldos millonarios, proclaman en sus terminales mediáticas compradas que no habrá ningún tipo de recortes. Mienten piadosamente o cobardemente.

Los Estados se endeudan para pagar nóminas y servicios. Los Estados han de pagar esa deuda, como ha de pagarla cualquier familia. Para pagar deuda hay sólo una fórmula: la de la hormiga. Consiste en trabajar más y ahorrar. Para pagar hay que ahorrar. Si hay más gastos que ingresos estamos en quiebra. España no se sacrifica porque no hay gobierno capaz de hablar con claridad a las gentes. Ocurre que para hablar y convencer, para arrastrar los sentimientos de solidaridad en ese gigantesco sacrificio que nos hace falta, hay que tener autoridad moral. Hay que ponerse en la piel de los gobernados, acercarse a sus inquietudes y predicar con el ejemplo. No puedes predicar tu compromiso con un pisito de protección oficial en un barrio popular y una vez subido al carro del sistema comprarte un chalet y rodearte de guardias civiles. Incluso con dinero propio, el ejemplo es necesario. Asistimos desde hace muchos años al deprimente espectáculo de ver al primero de los españoles, y a muchos de los que dicen ser representantes de la soberanía nacional, enriquecerse con el dinero de todos€ ¿Cómo van a pedir sacrificios, a convencer en la necesidad de sufrir quienes han vulnerado los principios elementales del buen gobierno, quienes han quebrantado impunemente la exigencia ética del séptimo mandamiento?

Me temo que en la escuela hay principios básicos que deben recuperarse. Llámenle ustedes Mandamientos o Decálogo Laico. Robar es malo, y punto. ¿Por qué es malo? Porque es malo. No pregunte usted contra una verdad como esa. Todo mal empieza cuando la verdad se cuestiona. Con los años hemos aprendido que vulnerar principios básicos suele pagarse también en esta vida€ De una u otra manera. Siempre hay despechos; siempre hay filtraciones€ que pueden desnudar ante el pueblo a quien debe ser ejemplo de rectitud.

Sólo en su compromiso con los principios del bien y solidario en el sacrificio de su pueblo; sólo una servidumbre firme con la verdad podría justificar una monarquía. Esa servidumbre exige acabar con las inviolabilidades. Si el Rey es el primero de los españoles, el más honrado de todos, el ejemplo del cuerpo de gobernantes, debe someterse a la Ley como está sometido cualquier ciudadano. Que piense en ello Felipe VI si aspira a ser un rey admirado, y por lo tanto, querido. Sin ejemplo de verdad, ¿por qué ha de ser rey el hijo de un rey? Al final, hemos de recordar lo que Cervantes decía en boca del Quijote: «Repara hermano Sancho que nadie es más que otro si no hace más que otro».