De manera cíclica parecería que se apodera de nosotros, los españoles, el que pudiéramos denominar pesimismo antropológico, que nos hace denostar en mayor o menor medida lo que somos, o lo que somos capaces de hacer como sociedad organizada. Es más, se observa regularmente que las televisiones y las radios eligen como noticias preferentes las que pueden calificarse de truculentas. Los telediarios y los informativos de las radios se abren, por lo general, con sucesos: asesinatos, detenciones, accidentes de toda índole, sucedan donde sucedan, en un pueblo español o en el lejano Oriente. Es difícil, tras un programa informativo o un programa de debate, que el alma no se nos caiga a los pies. Las televisiones y las radios no permiten que sus destinatarios administren lo que quieren y lo que no quieren ver u oír, a diferencia de los medios escritos que nos permiten elegir con mayor libertad lo que queremos o no queremos leer.

Para que se hable en los medios de un tema parecería que es necesario que sea en modo negativo. Las noticias positivas, que son muchas, de personas, empresas y de administraciones públicas escasean en los medios. No postulamos una visión edulcorada de la realidad, ni cuestionamos la fundamental tarea que deben realizar los medios de comunicación de informar libremente, de señalar los delitos, las irregularidades, la corrupción pública y privada, o el mal funcionamiento de las Administraciones y poderes públicos en su conjunto. Al contrario, consideramos, como corresponde a una sociedad democrática, que es imprescindible que los medios de comunicación cumplan la función de informar de lo que consideren oportuno con entera libertad sin excluir las noticias que conducen al optimismo.

Lo que, sin embargo, no está en el guión de las democracias es que los miembros del Gobierno se conviertan en una suerte de comentaristas que critican a los medios de comunicación, e incluso a los periodistas que ejercen su derecho a informar u opinar. Esto lo vemos y oímos en EEUU, desde que el populista Trump llegó a la Casa Blanca degradando hasta límites sin precedentes la figura del presidente de un Estado democrático. De ese tipo de conducta populista son también buenos ejemplos otros muchos gobernantes entre los que ha destacado en el pasado Chaves y ahora Maduro. No queremos decir que los medios de comunicación no difundan noticias falsas, organicen juicios paralelos, o injurien o calumnien a políticos y gobernantes. Si las conductas que se realizan desde los medios de comunicación son presuntamente delictivas ahí están los tribunales, y si no lo son los gobernantes, los que desempeñan cargos públicos, deben aceptar las críticas por hirientes que sean sin que se utilice el poder para de manera directa o indirecta socavar la libertad de prensa, que sin duda es uno de los pilares fundamentales de la democracia. El presidente del Gobierno no debiera permitir que las ruedas de prensa posteriores al Consejo de Ministros, o las intervenciones de los ministros, se conviertan en alegatos contra la prensa, pues esa conducta desprestigia seriamente nuestra democracia.

En tiempos del COVID-19, cuyos efectos sobre la economía pueden ser de largo y ancho espectro, es indispensable que los partidos políticos, los empresarios, los sindicatos y los ciudadanos hagamos un despliegue extraordinario de optimismo-realista. En estos tiempos no es difícil conocer nuestras debilidades y sobre ellas debemos incidir. De manera que no hay mal que por bien no venga, los efectos destructivos del COVID-19 deben ser aprovechados para reconducir nuestro sistema económico y social hacia unos perfiles más robustos que los actuales: esa nueva economía a la que desde hace años aspiramos y que no acaba de realizarse.

Pero el optimismo no debe traspasar ciertos límites pues cuando esto sucede, cuando el optimismo no es otra cosa que fruto de información deficiente, se suele conseguir el efecto contrario al deseado, provocando el pesimismo en la población. El despliegue realizado por el Gobierno a propósito de la candidatura de Calviño a la presidencia del Eurogrupo no ha sido acertado. Sobre todo porque en el mensaje del Gobierno subyace considerar que el prestigio de un país depende de que nacionales del mismo ocupen cargos en organizaciones internacionales o europeas y este mensaje es falso. Un claro ejemplo es que nacionales portugueses ocupan entre otros cargos muy relevantes, por ejemplo, el de Secretario General de la ONU, o en el pasado un portugués ha ocupado la presidencia de la Comisión Europea. ¿Quiere esto decir que Portugal es una gran potencia europea? Pues la verdad es que no; solamente quiere decir que numerosos portugueses destacan individualmente por su prestigio. España no es más o menos que Portugal aunque ningún español haya desempeñado cargos del nivel de los desempeñados por portugueses.

La elección de un ciudadano irlandés, por cierto con un currículum muy brillante, para presidir las reuniones de los ministros de la eurozona no quiere decir que Irlanda sea una gran potencia europea. Ni Bulgaria es una gran potencia porque una búlgara prestigiosa sea gerente del Fondo Monetario Internacional.

Al prestigio que tiene España nada hubiera añadido que Calviño, persona de prestigio reconocido, hubiera sido elegida para presidir a los ministros de la eurozona. Poco saben del funcionamiento de la Unión los que creen que desde la presidencia de instituciones y organismos europeos sus titulares pueden perder la neutralidad y favorecer a los Estados de los que son nacionales. La neutralidad de los presidentes de instituciones u organismos europeos es una norma rigurosa, no escrita, y la falta de neutralidad una garantía de desprestigio que haría saltar por los aires al que incumpliera dicha regla. El Gobierno no ha estado bien practicando el cuento de la lechera, y la oposición tampoco ha acertado haciendo leña del árbol caído.

El prestigio internacional de los Estados depende de factores bien conocidos: su producto interior bruto, la renta per cápita de sus habitantes, el nivel de su educación y sanidad, la robustez de su industria y servicios, el nivel de su ciencia y tecnología, el grado de disfrute de los derechos y libertades públicas, la transparencia de los poderes públicos, la eficiencia de sus Administraciones, sus infraestructuras, sus servicios públicos, y tener Gobiernos que respeten las reglas de la democracia. La mayoría de los españoles sabemos muy bien donde están nuestras fortalezas y debilidades.

Sintámonos orgullosos de nuestras fortalezas que son muchas, marginando el pesimismo, y afrontemos nuestras debilidades con optimismo, porque con los mimbres de nuestra sociedad es posible afrontar los muchos retos que tenemos. Ahora bien, no se trata solamente de reconstruir lo destruido, pues mala cosa sería poner en pie lo que nada aporta a nuestro futuro, sino que se trata de construir para que nuestro futuro sea mejor.