Me contaba Manolo, un octogenario de las tripas de mi pueblo, que lo peor -en España- no fue la Guerra Civil sino la postguerra, sinónimo de heridas y cicatrices; sinónimo de desengaño, desafección social e impotencia ante lo sucedido; y sinónimo, y valga la redundancia, de frustración y vanidad. De frustración, por parte de los vencidos, y vanidad, por parte de los vencedores. Unos sentimientos que se transmitieron de padres a hijos, nietos y bisnietos. Tanto que todavía quedan lugares donde se habla de rojos y azules. Lugares donde los rebrotes de lo bélico entorpecen las relaciones entre vecinos. Rebrotes, como les digo, de odio ante el enemigo. Y rebrotes que se manifiestan en forma de discusiones, insultos y reyertas callejeras. Tales rebrotes avivan la llama de la violencia y evitan, de alguna manera, pasar la página de la contienda. Pasar esa página negra, de nuestro pasado reciente, que dividió al país en las «dos Españas» que todos conocemos.

Desde que el Gobierno decretara el Estado de Alarma, España ha vivido sensaciones similares a los tiempos de postguerra. Durante el confinamiento, el país ha estado dividido entre aplausos y cazuelas. España ha sentido el miedo ante el enemigo. Miedo a morir en la soledad de la cuarentena. Miedo a perder el empleo como consecuencia de los Ertes. Y miedo, mucho miedo, a que la epidemia acabara con la especie. Ese miedo ha repercutido en las relaciones sociales. La invisibilidad del «bicho» ha traído consigo la sospecha ante los otros. Sospecha ante el vecino. Sospecha ante el panadero. Y sospecha ante todo aquel que tosiera cerca de los otros. Durante unos meses, hemos sido escrupulosos. Tanto que nos hemos saludado con los codos. Y tanto que hemos evitado los abrazos y los besos en la mejilla. La Covid-19 ha puesto en valor la filosofía. Durante el confinamiento, la gente ha reflexionado sobre el sentido de la vida, el tiempo y la libertad. Las mismas reflexiones que se hacían nuestros abuelos en los tiempos de contienda.

Tras la guerra, tras la debilidad del enemigo, España revive las sensaciones de la postguerra. Sensaciones en forma de frustraciones, heridas y secuelas. Frustraciones ante la imposibilidad de resucitar al familiar o al amigo. Heridas físicas por la pérdida de capacidad pulmonar y otras patologías añadidas. Y secuelas. Secuelas psicológicas por la pérdida de la felicidad. Por la pérdida, de un plumazo, del empleo. Por la pérdida de la compañía del padre o de la madre. Y por la pérdida de la confianza que supone vivir libre de sospecha. El paso del tiempo, relaja los miedos. Y los relaja sin que nos percatemos de que el bicho anda suelto por el bosque. Tanto que la dejadez social se traduce en episodios de rebrotes. Rebrotes que vuelven a situar a algunos lugares en el kilómetro cero de la partida. Rebrotes que reconfinan barrios, pueblos y provincias. Rebrotes que obligan, en algunas regiones, al uso absoluto de mascarillas. Y rebrotes que vuelven a poner en valor el Estado del Bienestar y, en concreto, el sistema sanitario.